Cristian Campos-El Español
 

Yo preferiría que los que me odian no me insultaran en X, pero no querría vivir en un país en el que los que me odian no me pudieran insultar en X. Y no porque yo crea que el insulto es una de esas bellas artes que vale la pena conservar, sino porque creo que ese es el precio a pagar por vivir en una sociedad libre. Sencillamente, cualquier alternativa es peor, como ha demostrado una y otra vez la historia.

De hecho, ni siquiera pienso que los insultos y los bulos sean un precio especialmente oneroso a pagar a cambio de la libertad de expresión. Mucho más pago a cambio de vivir en democracia: la posibilidad de que ocupe el poder el bobo preferido por gente a la que no conozco de nada y que cree, por poner un ejemplo, que topar los precios del alquiler le permitirá agenciarse un ático con terraza en La Latina.

Quiero decir, que esos ignorantes votan y yo me aguanto, porque la alternativa a una democracia de los ágrafos es una dictadura de los animales de bellota.

El matiz de la primera frase de este artículo es sutil, pero creo que a poco que se le dé una vuelta se comprenderá que tengo razón. Sobre todo cuando ves que los que piden un DNI digital para poder escribir en las redes sociales son los mismos que hace apenas unos días reclamaban el exterminio de los judíos «desde el río hasta el mar», aplaudían a los propietarios de los bares que prohíben la entrada «a perros y a madrileños», exigían «machete al machote» o pedían respeto por el amaño de las elecciones venezolanas.

Se les ve muy tiquismiquis ahora que los cabestros de derechas han empezado a hacer lo mismo que los cabestros de izquierdas llevan haciendo desde que nació la primera red social: mentir e insultar. Ahora han descubierto los de la superioridad moral que cuando le deseas la muerte a los judíos, a los madrileños o a los venezolanos que piden democracia, es probable que aparezca alguien que te la desee a ti de vuelta.

También están, claro, quienes nunca han insultado a nadie y que aspiran a vivir en una sociedad donde el ruido y las burradas sean la anécdota y no la norma. Con estos podría llegar a entenderme en un club de caballeros, en la burbuja de una biblioteca sin ventanas aislada del mundo real, sobre todo porque yo también creo que la libertad es indisociable de la responsabilidad y que sin la segunda no existiría la primera.

Pero no puedo evitar pensar tres cosas.

La primera, que no quiero vivir en una burbuja aislada del mundo real.

La segunda, que no parecían tan preocupados por la degeneración de la conversación pública cuando esa degeneración estaba en manos de los que ahora piden censura.

La tercera, que quienes juzgan la calidad de la coliflor por las formas del verdulero (es decir la libertad de expresión por lo que dicen los que hacen uso de ella) son como El Patrón, uno de los protagonistas del sainete del Real Club La Moraleja que Lorena G. Maldonado describió en su artículo sobre la gloriosa tangana:

«El Patrón viene un poco a poner orden, sin éxito. Las compuertas del infierno ya se han abierto. Es el racionalista absurdo de la tangana: cree que puede imprimir cordura en medio del desquicieSe hace el ofendido. Él es un hombre de Estado contemplando cómo se pelean dos ratas por un churro, y eso le agrieta el estatus. Apela a los argumentos, a las penalizaciones. ‘A este impresentable, sanción, ¿eh?’. Que si hay que picarle billete al Salmones, que si seis meses fuera del club. Luego sube a un año. Más tarde desliza su expulsión: es como un niño. Aún confía en la autoridad. Los cuerpos y fuerzas de este país no harán nada por él. No ha entendido que la vida es una orgía de pasiones. No ha entendido que su viejo club es hoy un burdel de almas desdentadas».

El problema, en realidad, nunca han sido las barbaridades ni los bulos, sino la identidad de quienes producen esas barbaridades y esos bulos. A mí un ministro de este Gobierno me llamó ‘cuñado’ en X y ni siquiera le contesté porque pa’qué.

Pero igual lo hago si el hombre sale a fingir indignación por «la degradación de la conversación pública». Porque una cosa es que me llamen idiota y otra que me tomen por idiota. Llevo peor lo segundo.

Quiero decir, que yo puedo apechugar con la libertad de expresión del ministro y hasta podría llegar a hacerme gracia su teatrillo. Pero la hipocresía que se la coma otro. Porque si él puede insultar, y yo no, lo que está pidiendo el ministro no es elevar la calidad de la conversación pública, sino ponerme la bota en el cuello.

Pero el problema, no nos engañemos, no es «la calidad de la conversación pública». El problema es X. Porque cuando X era de Barack Obama, de Hillary Clinton y de Joe Biden, cuando X interfería en las elecciones a favor del Partido Demócrata, no había ningún problema.

Pero ahora Elon Musk ha entrevistado a Donald Trump. Y, claro, faltaría más. ¡A Donald Trump, nada más y nada menos!

Lo que no te cuentan es que Elon Musk también se ha ofrecido a entrevistar a Kamala Harris. Y que ella ha dicho «no».

Así que si alguien quiere tragar con este nuevo intento de reducir todavía más la cada vez más pequeña esfera de las libertades civiles, allá él. Pero que a mí no me pidan que me haga el tonto, porque esto no va de mejorar la calidad de la conversación pública. Esto va de quién controla la conversación pública.

Esto va de quién decide qué es ‘odio’ y qué no lo es.

Esto va de esto.

España es ese país en el que los inmigrantes pueden entrar en España después de romper en pedazos su pasaporte y fingiendo no recordar su nombre, su edad, su país de origen o sus antecedentes penales, pero en el que esos mismos inmigrantes van a tener que dar hasta su número de pie si quieren abrirse una cuenta en X.

Convendremos en que la cosa no tiene mucha lógica. O verificamos o no verificamos, pero verificar a la carta indica que lo que se pretende es otra cosa.

Si me preguntan mi opinión, creo que los delitos asociados con la libertad de expresión deberían ser siempre delitos de resultado, no de mera actividad. No voy a ser yo el tonto útil que acabe tirando el niño con el agua sucia de la bañera. Es decir, la libertad de expresión con los insultos y los bulos.

Si hay que escoger, prefiero la suciedad de la libertad que la impecable pulcritud de la censura.