Isabel San Sebastián-ABC

  • Terminen con el anonimato y resolverán el problema sin restringir una libertad que en democracia es intocable

Sospecho que hay altas dosis de oportunismo en el debate abierto por la Fiscalía, e inmediatamente jaledo por Bolaños, en torno a la necesidad de perseguir el delito de odio en las redes. Pongamos que las barbaridades vertidas estos días en relación con el asesinato de una criatura en Mocejón les traen al pairo y lo que tratan es de blindar la imagen de Sánchez, acosado por los escándalos de corrupción familiar que investiga la justicia. Aunque así fuera, y me temo que así es, la cuestión de fondo sería lo suficientemente importante como para merecer una discusión abierta al conjunto de la sociedad, previa a la presentación de la consiguiente iniciativa legislativa. O sea, lo contrario de lo que acostumbran hacer este Gobierno y sus socios, cuyas decisiones se fraguan en las sombras y se anuncian, si se anuncian, cuando ya resulta imposible ocultarlas.

Vaya por delante una constatación pertinente: el odio objeto de atención no es de ahora. Muchos lo hemos sufrido desde hace años. Lo que ha variado es la tolerancia al fenómeno en función de la naturaleza de odiadores y odiados. Los primeros aliados del presidente, integrados en Podemos, lo llamaban «jarabe democrático» y lo practicaban con largueza en la calle, acosando a sus rivales políticos, en los platós de televisión, al defender a gritos sus dogmas ante quien se atrevía a confrontarlos, y en las redes sociales, sin recato alguno, escondidos tras el disfraz de seudónimos grotescos. Fue entonces cuando Twitter, ahora X, se convirtió en una escupidera a la que es preciso asomarse cubierto con escafandra y con el botón de bloqueo siempre presto. Pero como el lodazal estaba bajo su dominio y ellos eran quienes ejercían mayoritariamente de matones, aquello no molestaba en modo alguno a la izquierda «progresista». Después cambiaron las tornas, Elon Musk compró el ‘juguete’ y las bestialidades proferidas se mudaron el extremo opuesto. Mismos perros, distintos collares, idéntico anonimato garante de impunidad.

El advenimiento de las redes sociales está en el origen de la perversión de la libertad de expresión hasta el punto de desvirtuar el concepto. Antes de ese fenómeno sus límites estaban perfectamente fijados por la ley, que diferenciaba entre opinión, injuria y calumnia, sin olvidar la amenaza. Detrás de cada comentario público había una firma; una persona que daba la cara y se hacía responsable de sus afirmaciones. Ahora cualquier cobarde enmascarado puede convertirse en odiador, vomitar su bilis ideológica y tener su minuto de gloria entre la jauría, sabedor de que su vileza quedará sin castigo. En ese contexto ha alzado su voz el fiscal encargado de perseguir los delitos de odio, aunque no se entienda por qué circunscribe su demanda a los relativos a la xenofobia, cuando el problema no radica en las víctimas de tales conductas, sino en sus protagonistas. Terminen con el aninimato y resolverán el problema sin restringir una libertad que en democracia es intocable.