Ignacio Camacho-ABC

  • Eso de someterse al control parlamentario es una tabarra. Para cámaras ya están las de las televisiones de confianza

En los regímenes liberales, esa reliquia de la vieja política, el Parlamento era un sitio donde los gobiernos se sometían al control de la representación ciudadana. Iban allí a explicarse, a hablar –lo dice el propio nombre– de sus proyectos ante el conjunto de la nación personificado en una asamblea dotada del poder de elaborar leyes, elegir al primer ministro por decisión mayoritaria y examinar la aplicación de su programa. En Gran Bretaña, el curso se inaugura en una solemne sesión durante la cual el Ejecutivo presenta su plan de actuación anual leído nada menos que por el mismísimo monarca. Sin embargo, las nuevas tendencias del progresismo plebiscitario han arrinconado esta clase de antiguallas. El presidente pasa de rendir cuentas con el apoyo de sus socios, que deberían ser los primeros interesados en reclamárselas, y reduce a un mínimo de ocasiones tasadas su presencia en las Cámaras. No en todas: de vez en cuando se deja entrevistar ante las de alguna televisión de su confianza.

Tampoco sorprende mucho este desprecio en un dirigente que tras la citación judicial de su mujer decidió tomarse unos días de asueto amenazando con abandonar el cargo para estimular –sin demasiado éxito– la cohesión de sus adeptos. Lo hizo, por supuesto, mediante una carta abierta en las redes sociales, dirigida al pueblo en claro ninguneo de sus legítimos representantes en el Congreso. Durante la pandemia también uso y abusó del canal directo con aquellas eternas homilías televisadas que terminaron por provocar aburrimiento, pero al menos entonces tenía un pretexto. Ahora se trata de simple desdén institucional, de displicente desaire a una oposición a la que niega incluso el derecho a discutir con algún ministro subalterno. Cuando el líder y su equipo están trabajando hay que dejarlos hacer en silencio. Si tienen algo que decir, ya elegirán ellos el momento.

Quizá la cuestión clave sea precisamente que no hay nada que explicar porque no existe ningún plan, ninguna estrategia, ningún criterio fijado. Ni sobre la crisis migratoria, ni sobre el pacto fiscal catalán, ni sobre los presupuestos del próximo año. Nada concreto, nada resuelto, tal vez ni siquiera nada pensado más allá de la idea de ir tirando mientras se negocia el modo de cumplir el acuerdo con Esquerra sin que Puigdemont decida tumbarlo y sin que los propios barones socialistas se llamen demasiado a escándalo. La prioridad está ahora en los juzgados, en el caso de Begoña Gómez y en la manera de descarrilar la instrucción del juez Peinado, y ésa es materia poco grata para un debate parlamentario. Lo demás puede esperar hasta que a alguien se le ocurra algo. El poder desgasta sobre todo al que no lo tiene, como decía aquel correoso político italiano. Y eso de las instituciones, los contrapesos y demás, es una tabarra inventada para un tiempo y un sistema que ya ha caducado.