José María Ruiz Soroa-El Correo

  • Es difícil comprender cómo la mayor conquista revolucionaria en Occidente desde el siglo XVII goza de tan mala prensa y ha llegado a ser tan mal entendida

La de ‘individualismo’ es mala palabra; una que se asocia inmediatamente en el discurso público con algo negativo, con un estado de cosas a corregir, con una forma de discurrir insolidaria, egoísta y ciega a lo social. Así, uno de los más serios defectos de nuestra sociedad occidental sería el de estar infestada por el individualismo, caracterización a la que suelen añadir los clérigos actuales del pensamiento las de hedonismo y relativismo. ¡Casi nada!

Es difícil de comprender cómo ha sido posible que un rasgo tan esencial para entender adecuadamente lo que es Occidente como civilización, su mayor conquista revolucionaria desde el siglo XVII, haya llegado a gozar de tan mala prensa y a ser tan mal entendido. Hasta el punto de que una pensadora liberal como Deirdre McCloskey sugiere que sería quizás conveniente sustituir la palabra ‘individualismo’ por la de ‘adultismo’, para que así se entienda mejor el principio que inspira y guía la democracia liberal, que es el de posibilitar que en ella los individuos (las personas si prefieren) alcancen más y más oportunidades de desarrollo humano, sean adultos autónomos liberados de la dominación de su entorno. Que salgan de su minoría de edad culpable. Que sean individuos plenos, no niños.

Suena a blasfemia, pero la sociedad existe para los individuos. Stephen Holmes escribió como gráfico ejemplo de ello que, cuando intentamos que los alimentos lleguen a toda la Humanidad, lo que queremos no es que la sociedad coma, porque no existe un estómago social, sino que coman todos los individuos que la forman. Pues así para todo, desde los derechos básicos a los más evolucionados: son para los individuos.

Latía ya una intuición individualista en formulaciones antiguas: cuando escribían los sofistas griegos que «el hombre es la medida de todas las cosas», cuando Jesús desafiaba con que «el sabath se hizo para el hombre, no el hombre para el sabath», cuando Agustín de Hipona decía que «la verdad habita en el hombre interior», lo que atisbaban era el individualismo. Pero fue la eclosión del pensamiento moderno que desmontó las sociedades tradicionales formadas por órdenes y castas la que imprimió su componente individualista perdurable en ella: el único sujeto moral de la historia y de la realidad es el ser humano individual y solo su bien puede ser criterio de valor para las acciones humanas. La humanidad es un «reino de fines», las personas son la única sustancia que no puede ser usada como medio para nada.

La sociedad por la que Marx luchaba era una en la que los individuos pudieran vivir libres de dominación

Cierto que al ser humano lo forma antropológicamente la sociedad. Pero lo forma, precisamente, como individuo, no como hormiga. Cierto que el individuo es una abstracción, porque en realidad los que viven en el mundo son hombres y mujeres concretos y determinados por su circunstancia. Pero esos seres son capaces de reflexionar sobre su propia contingencia y, al hacerlo, juzgarse a sí mismos desde la abstracción y la universalidad. Autodeterminarse como dueño de la propia vida empieza por hacerse consciente de nuestra contingencia y las determinantes sociales que nos marcan.

Pierre Rosanvallon afirma algo que sorprenderá: Karl Marx era individualista (como pensador moderno que era) y la sociedad por la que luchaba como objetivo final (su utopía) era una en la que los individuos pudieran vivir libres de dominación y dedicar su tiempo a las actividades que más les llenaran como sujetos. Así lo escribió, criticando la sociedad burguesa existente de individuos porque él los veía alienados. Los errores del socialismo nunca han estado en su objetivo final, sino en los medios para alcanzarlo, que implicaban indefectiblemente un grado más o menos fuerte de totalitarismo «transitorio» que destruía al individuo que quería construir.

Claro que, cómo no, con la revolución individualista nació el antiindividualismo: el colectivismo (tradicionalista o holista) que considera que la realidad verdadera son los colectivos (la iglesia, los estamentos, las clases, la raza, las naciones, las etnias, el género o las culturas). Una reacción romántica vitalista contra el racionalismo ilustrado. Una negativa radical a admitir siquiera la posibilidad de un ser humano liberado de su propia circunstancia y capaz de pensar y criticar lo existente desde el ‘no-where’ de lo universal. Muy fuerte en nuestra historia como sociedad católica meridional.

Soportamos hoy una oleada política y cultural de antindividualismo, que se plasma en el identitarismo. Dice que a la persona no se le comprende adecuadamente sino como miembro de un grupo particular. Que los derechos de la persona son contextuales, los tiene como y en calidad de miembro del grupo. Que la pertenencia a un grupo es un bien para la persona, un bien que debe estar normativamente protegido contra las actuaciones externas o internas que socaven sus bases culturales. Que el pensamiento del ser humano no puede ser abstracto sino determinado por las tradiciones implícitas del grupo, por lo que toda pretensión de conocimiento objetivo debe ser desenmascarada como una falacia o una ilusión. Que solo los miembros del grupo poseen el privilegio epistemológico que les da su pertenencia para razonar públicamente acerca de él. Que en cualquier discusión sobre el grupo mismo como realidad social y sus valores debe estar representado el grupo por alguno de sus miembros, porque posee un conocimiento (no solo una experiencia) superior al de ninguna razón exterior por muy preparada que esté. Que en la representación en asambleas públicas debe cumplirse el principio de que sólo los iguales se representan, por lo que la representación política debe ser ‘especular’, un reflejo fiel de la composición grupal de la sociedad.

Y que, para terminar, la identidad del grupo debe estar protegida por el gobierno para evitar que la espontánea evolución de sus miembros dejados a sí mismos la haga mestizarse en un mundo que devendría así superficial, cosmopolita, banal, desarraigado e… individualista.

Así visto, claro, el individualismo es una enfermedad gravísima. Y los individuos orgullosos de serlo, una aberración excéntrica. Toca reivindicarlos. Son requisito necesario para una buena sociedad.