Ignacio Camacho-ABC

  • El discurso contra la inmigración se ha hecho sitio en el debate político porque el colapso bipartidista lo ha permitido

Tras el paso en falso de la ruptura con el Partido Popular, que muchos de sus electores no han comprendido, Vox ha logrado colocar su discurso contra la inmigración en la conversación pública y en el debate político. Y esto ha sido posible porque tanto el Gobierno como el PP lo han permitido con una mezcla de desidia, incompetencia y sectarismo. A los socialistas, cuesta abajo en las encuestas, les interesa que las formaciones radicales crezcan, y los populares no encuentran el tono ni el eje de una estrategia, por falta de ideas y por miedo a perder el favor de un cierto sector de la derecha. La presión de las oleadas de pateras y la consiguiente crisis de acogida en Canarias y en Ceuta sólo ha precipitado un aluvión de declaraciones de brocha gruesa mientras los presidentes de la comunidad isleña y de la ciudad autónoma se desesperan por falta de respuestas. El Ejecutivo simplemente no sabe –y quizá no quiere– proteger como es debido las fronteras y la primera fuerza de oposición se limita a apelar a la incompetente y a menudo inexistente actuación de la Unión Europea.

Las medidas de regulación migratoria no caben en la actual política-espectáculo. Decidir cuánta gente puede entrar en un país, que es siempre menos de la que aconseja el sentimiento humanitario, constituye de por sí un asunto muy antipático que se vuelve aún más desagradable si no está bien explicado. Y resulta que aquí nadie se molesta en informar a la opinión pública con el rigor necesario. En recordar, por ejemplo, que la tutela de los menores que llegan a España es una obligación legal del Estado, igual que la de socorrer los naufragios. O que, a pesar del aumento exponencial de accesos por mar en los últimos años, la inmensa mayoría de los inmigrantes irregulares entra en transporte convencional, con o sin visado. O que las deportaciones y reagrupaciones de los africanos tropiezan de modo sistemático con la negativa de los países de procedencia –y de sus propias familias– a aceptarlos.

En ese caldo de desinformación crecen los bulos xenófobos, la creencia de que el problema no se resuelve por prejuicios ideológicos o los eslóganes abiertamente racistas como ése de «más muros y menos moros», cuyos autores deben de creerse muy ingeniosos. Tampoco ayudan bandazos contradictorios como el de Sánchez al cambiar de criterio de un día para otro, ni el indeciso equilibrismo de Feijóo. Lo que se pueda hacer, que siempre será poco, sólo es factible desde un consenso patriótico que en las actuales condiciones de encanallamiento político es del todo ilusorio. No es que no lo haya respecto a las recetas, sino ni siquiera en el diagnóstico porque cada partido enfoca la cuestión con una venda de proselitismo doctrinario sobre los ojos. Y para conseguir algún éxito como el de Meloni, por limitado que sea, hay que pensar en los intereses de país antes que en los votos.