Javier Tajadura Tejada-El Correo

  • Está en juego el último baluarte en la defensa del Estado de Derecho

En el nuevo curso político recién iniciado el Poder Judicial va a tener un protagonismo notable. Ese protagonismo no es expresión de la buena salud de nuestro sistema, sino un síntoma evidente de sus múltiples y graves disfunciones. De la misma forma que la intervención del médico -si prescindimos de su cada vez más relevante función preventiva- es necesaria para afrontar la enfermedad, la actuación del juez lo es para resolver el conflicto; esto es, lo patológico de la vida social. Varias son las causas que en el turbulento momento político que atraviesa España explican este inusitado protagonismo judicial.

En primer lugar, la perversa confusión entre «responsabilidad política» y «responsabilidad jurídica». La responsabilidad política no debe confundirse con la jurídica-penal. Un político debe responder por las consecuencias de sus acciones y omisiones, aunque no sean delictivas. Los miembros del Gobierno deben responder políticamente ante el Parlamento y ante la opinión pública. La asunción de responsabilidades políticas obliga a dar cuenta y explicaciones de los hechos cuestionados y, en muchas ocasiones, debe traducirse en la dimisión o el cese. En la España actual nadie asume responsabilidades políticas, salvo que se haya incurrido en una actividad delictiva. La sustitución de la responsabilidad política por la responsabilidad jurídica penal determina que al final sea el juez penal el único sujeto capaz de exigir responsabilidades a un cargo público.

Baste como ejemplo el ‘caso Begoña Gómez’. El presidente Sánchez se ha negado a responder y a explicar el hecho de que a su esposa, sin tener un grado universitario, se le haya concedido una cátedra extraordinaria en la Universidad Complutense. Ante la negativa a responder políticamente sobre la cuestión, el asunto ha quedado residenciado en la jurisdicción penal, que deberá determinar si la conducta de Begoña Gómez y demás implicados es delictiva o no.

En segundo lugar, el protagonismo del Poder Judicial se explica porque es el último baluarte en la defensa de un Estado de Derecho continuamente erosionado y devaluado por la acción del Gobierno y de los partidos que lo respaldan. La actuación del Poder Judicial en defensa del Estado de Derecho -por ejemplo, su acertada interpretación de la ley de amnistía- ha suscitado la crítica feroz de miembros del Parlamento e incluso del Gobierno, que han llegado a señalar, difamar -acusándoles de prevaricadores- y a amenazar a jueces con nombres y apellidos. La Comisión Europea, en su último informe sobre el Estado de Derecho en España, ha denunciado que esa retórica antijudicial «daña la confianza fundamental de la sociedad en los jueces y sus sentencias».

En tercer lugar, en este nuevo curso político el Poder Judicial va a tener un gran protagonismo porque se va a librar una dura batalla por la conservación de su independencia. Sin independencia judicial no hay Estado de Derecho. Realmente, el correcto funcionamiento del Estado de Derecho requiere de la existencia de un amplio elenco de instituciones y órganos independientes. En la España actual, el Gobierno se ha hecho con el control de casi todas; baste señalar el Ministerio Fiscal y el Tribunal Constitucional. El Ejecutivo aspira a controlar también la cúpula del Poder Judicial: el Tribunal Supremo. El objetivo de la batalla por la renovación del Consejo General del Poder Judicial no era otro que poder influir en el nombramiento de las 123 vacantes existentes en la cúpula judicial (25 en el Tribunal Supremo; es decir, un tercio de sus miembros).

Muchos fuimos los que consideramos una buena noticia la reciente renovación del CGPJ, pero advertimos que, en la elección de su presidente, los veinte vocales designados -diez a propuesta del PSOE y diez a propuesta del PP- pondrían a prueba la independencia y el prestigio de la institución. La exigencia de una mayoría de doce vocales -de veinte- para elegir al presidente del Supremo ha conducido nuevamente a una situación de bloqueo. Los diez vocales propuestos por el PSOE se niegan a apoyar al magistrado Pablo Lucas, cuyo impecable currículum como magistrado de lo Contencioso-Administrativo y como catedrático de Derecho Constitucional, su autoridad y prestigio en el seno del propio tribunal y su acreditada independencia partidista le otorgan un perfil ideal para encarnar la máxima autoridad judicial de España. Ahora bien, aunque se trate de un jurista progresista, el Gobierno se opone a su nombramiento porque ha dictado sentencias en su contra.

Salvando las distancias, el ideal de Sánchez sería el Tribunal Supremo de Venezuela, que jamás ha fallado en contra del Gobierno. En este contexto, no es exagerado afirmar que en la designación del presidente del Supremo y de las 25 plazas vacantes nos jugamos el futuro de nuestro Estado de Derecho.