Miquel Escudero-El Correo

  • Pasan los siglos y, para vergüenza y desdicha nuestra, seguimos sin aprender lo necesario sobre la barbarie de la guerra

Hace ahora 77 años que universitarios tokiotas publicaron un fajo de cartas íntimas de compañeros suyos caídos en la Segunda Guerra Mundial. En España, buena parte de esos testimonios pueden leerse en un libro traducido y editado por Diego Blasco Cruces: ‘No esperamos volver vivos’. Se trata de unos escritos que producen verdadera impresión al ponernos frente al espejo de la brutalidad y sufrimientos que produce la guerra. Pasan los siglos y los decenios, y esta inexorable realidad nos sigue marcando para vergüenza y desdicha nuestra, pues nunca se aprende lo necesario.

El servicio militar obligatorio se estableció en Japón en 1872, y los estudiantes universitarios quedaban exentos de hacerlo. Este privilegio se perdió en 1937 con la guerra contra China (que solo acabaría en 1945, tras estallar la segunda bomba atómica estadounidense, sobre Nagasaki, tres días después de la de Hiroshima). En esos años, los jóvenes universitarios suponían solo un 0,3% de la población nipona, pero la mitad de los licenciados estaba en el paro. Tenían escasa influencia en una sociedad rígida y sobreexcitada por el fanatismo nacionalista. Volvieron a verse reconocidos como subconjunto en una ceremonia celebrada en el Parque del Santuario Meiji, en 1943, donde 25.000 universitarios a punto de ser lanzados a la guerra fueron despedidos por sus familiares. Vidas de breve existencia que enseguida se malograron a pesar del espejismo social de sentir orgullo por morir con ‘dignidad’.

Estos textos dirigidos a sus novias, esposas y padres reflejan una calidad de educación y delicadeza inimaginables hoy día. Algunos anunciaban que iban a morir con coraje y honor, aunque contra su voluntad, con tristeza, soledad y sentimiento de vacío. No tenían otra opción, una angustia insoportable vivida con distintas resonancias. «Tengo una oportunidad entre un millón de volver vivo a casa». Les preocupaba el futuro de su nación; «sin embargo, mi mayor inquietud es no saber qué será de vosotros, padre, madre y hermanos». Rehusaban «sucumbir en la miserable senda de la autocompasión», pero reconocían sin tapujos que se les encogía el alma o que lloraban desde el fondo de su corazón. Se avivaba el recuerdo de antiguos aromas y sabores placenteros. Un arquitecto ansiaba volcarse de nuevo en la lectura y en la visión de películas.

Un matemático de 25 años pedía a su madre «que no haya lágrimas si muero, ni celebraciones prematuras si pasado un tiempo sigo con vida». «Mi vida y mi muerte están en manos del Señor». Y declaraba sentir que la salvación a través de Cristo «es el único puente de esperanza que nos queda para unir nuestro mundo material con el eterno». Un joven le pedía a su futura viuda que, pasara lo que pasara, conservase la belleza de su inteligencia y de su cuerpo, haciendo honor a los «profundos sentimientos que compartimos en el momento de nuestra unión».

Días de letargo mental, sin nada que hacer salvo dormir. «¿Cuándo disfrutaré de un nuevo día de campo? Estoy a punto de perder la cabeza». El dolor por la mengua de facultades intelectuales y la disminución de inteligencia; «porque soy capaz de pensar, prefiero no pensar». Otro muchacho de 23 años decía percatarse de cuánto teatro había en su vida pasada. Un economista deploraba lo nulos que eran sus superiores. En contraste, otro joven valoraba a su padre que le trataba con gentileza, «como a una persona madura y respetable».

No querían morir en vano: «Si supiera que mi humilde vida va a servir para crear un nuevo Japón y una nueva Gran Asia, moriría dichoso». Pero en absoluto podía ser así y reconocían «la desapacible realidad de tantas personas cayendo en la vileza». Era una sociedad dominada durante años por la autosatisfacción y la vanagloria. Se dirigían a una irremediable hecatombe: «Una vez abandonada la racionalidad, jamás recuperaremos nuestro juicio moral». «No habrá prosperidad para nuestra nación en tanto el anhelo de verdad esté perdido». La renuncia a la lucidez.

Un kamikaze sentía que aquello no era verdad, como si fuera el presagio de la realidad virtual. «Nunca antes había sentido la necesidad de hablar con tanta franqueza». «Si se hubiera escuchado a los japoneses que verdaderamente aman a su país, no estaríamos en esta situación tan desastrosa». «Me queda un mal sabor de boca cuando pienso en los engaños que algunos de nuestros astutos políticos vierten sobre ciudadanos inocentes».

¿Por qué no se evitó lo peor? Un proverbio japonés dice que «la rana del pozo desconoce el océano». Esto describe a alguien pretencioso o corto de mollera que no sabe de qué va la vida y vive intoxicado de idiotez. De remate, seis millones de soldados y funcionarios nipones fueron presos. La mitad quedó en poder chino, la cuarta parte en manos soviéticas; pagaron por otros.