El 17 de marzo de 2023, la Corte Penal Internacional emitió una orden de arresto contra el presidente ruso Vladímir Putin, al que acusó de varios crímenes de guerra, y entre ellos el de la deportación ilegal de niños ucranianos a Rusia tras la invasión de Ucrania.
Aunque la Corte Penal Internacional carece de un mecanismo de ejecución de sus decisiones, los países miembros que reconocen su jurisdicción, es decir aquellos que han suscrito el Estatuto de Roma, están obligados a obedecerlas.
Pero la visita de Putin a Mongolia, país que pertenece a la Corte Penal Internacional, pero donde ha sido recibido con todos los honores por el presidente Ukhnaa Khurelsukh, ha demostrado que, en el mundo real, el principio de justicia universal defendido por el Tratado de Roma está subordinado a consideraciones geopolíticas evidentes.
Mongolia reconoce la jurisdicción de la Corte Penal Internacional, pero el gobierno ruso ha demostrado que cualquier compromiso de buena voluntad que carezca de un mecanismo efectivo de sanción en caso de incumplimiento es papel mojado.
En la práctica, los incumplimientos del Tratado de Roma son sólo sancionados con una amonestación verbal cuyo alcance es, en el mejor de los casos, sólo reputacional. Un coste muy pequeño que Mongolia pagará con gusto si la alternativa es la enemistad con un país vecino tan poderoso e incómodo como la Rusia de Putin.
El caso de Vladímir Putin no es una excepción a la regla.
El dictador Nicolás Maduro, que robó las elecciones venezolanas del pasado 28 de julio y se ha atrincherado en el poder con el apoyo tácito o explícito de otros regímenes socialistas de la región, o Mohamed Bin Salman, el príncipe heredero de Arabia Saudí, al que se acusa de haber organizado el asesinato en 2018 del periodista saudita Jamal Khashoggi, son ejemplos palmarios de la actual impunidad de los tiranos.
El fenómeno no es nuevo. Los juicios de Nuremberg, en los que se dilucidó la responsabilidad criminal de veinticuatro altos cargos del régimen nazi, fueron la excepción a una regla con pocas excepciones. Para llegar a esos juicios hizo falta, de hecho, una guerra que acabó con la vida de entre cuarenta y cien millones de seres humanos. Y entre ellos los seis millones de judíos exterminados en el Holocausto.
La impunidad de Putin durante su visita a Mongolia planta así la semilla de la duda sobre el verdadero alcance de las instituciones internacionales, y muy especialmente sobre el de la Corte Penal Internacional. Un alcance que parece limitarse a esos países occidentales democráticos que rara vez incumplen los principios y los acuerdos plasmados en los distintos tratados internacionales.
Pero si el poder ejecutivo de esas instituciones no llega a los países que, en sentido contrario, más motivos dan para que estas actúen, ¿qué sentido tienen?
Una de las tareas pendientes de la comunidad internacional durante las siguientes décadas será, precisamente, la de organizar e imponer un sistema de ejecución del derecho internacional que haga que los Putin, Maduro y Bin Salman del futuro carezcan de la impunidad de la que disfrutan los actuales.