Miquel Escudero-El Correo

En una crónica medieval se encomiaba la misión de «proteger al pobre para que el rico no pueda hacerle daño y sostener al débil para que el más fuerte no pueda avergonzarlo». No se trataba de progresismo, sino de caballerosidad. Y para hacer evidente la autenticidad y ejemplaridad de aquellos ordenados para procurar el bien, se preguntaba sobre su actitud: «¿Te mostrarás orgulloso cuando montes en tu gran caballo con todas tus armas? No, si la fuerza de la humildad te hace recordar la razón por la que eres caballero». En aquel escrito se postulaba defender a los desvalidos; entre ellos, a las viudas y a los huérfanos. Bajo esa inspiración se debía llegar también al cuidado de los animales.

Saltemos a 1918, concluyendo la atroz Primera Guerra Mundial (salvajada que produjo millones de muertos, de heridos y mutilados, de viudas y huérfanos). Un inglés adquirió una cría de gorila capturada en Gabón y se la regaló a una familiar suya que vivía en Uley, localidad de Gloucestershire. Alyse atendió con esmero a John Daniel, le reservó un dormitorio y él aprendió a usar el interruptor de la luz y el inodoro, también a beber té y sidra en taza. Se hizo muy popular entre los niños de la aldea y fue fotografiado en la escuela. La alegría duró tres años.

Al alcanzar el gorila un peso de cien kilos, Alyse ya no pudo hacerse cargo de él. Engañándola, un estadounidense lo condujo a un circo. Angustiado y nostálgico, la salud de John Daniel se derrumbó. Al enterarse, Alyse se embarcó hacia Nueva York, pero llegó tarde: el entrañable gorila acababa de morir. En 2018, la aldea de Uley le erigió una estatua con la valiosa piedra de Portland.