Nicolás Redondo Terreros-El Correo

  •  Tendemos a negar que nos sucede a nosotros lo que hemos criticado a otros, pero frecuentemente hacemos con entusiasmo lo que criticamos con pasión cínica a otros

Obama dijo, en la última convención del Partido Demócrata en Chicago, que podían ganar. Que no sería fácil, pero lo podían lograr, y que la victoria sería muy ajustada. Pero también recordó que la sociedad americana seguía profundamente dividida. Sorprende ver cómo la vida puede alterar el papel que desempeña una persona debido a fuerzas que en absoluto controla ella misma. Kamala Harris fue postergada nada más ganar las elecciones Joe Biden. A mi juicio, no fue el viejo presidente quien la mantuvo en el cuarto oscuro de la Casa Blanca. Fue la nomenclatura demócrata la que decidió, con el beneplácito de todos, oscurecerla estos últimos cuatro años y fue así por las poderosas tensiones ideológicas existentes en el Partido Demócrata. Kamala estaba bien como respaldo a Biden para contentar a los más progresistas, pero cumplido su papel le aguardaba el ostracismo.

En esa dirección fue también el esfuerzo de la clerecía de los demócratas por mantener a Biden como candidato presidencial, cuando durante el último año daba claras muestras de que la vida plena le había sobrepasado. Fue muy indicativa y enternecedora la secuencia en la que la italiana Giorgia Meloni le devolvía al grupo de dirigentes políticos mundiales, cuando iba desorientado en busca de algo que solo él veía. Prefirieron, los demócratas, negar las evidencias antes que abrir un melón que podía deparar sorpresas muy desagradables. La elección de Harris ha dado esperanzas al Partido Demócrata, pero no ha solucionado los graves problemas de división de EE UU. Son muchos los debates que dividen profundamente al Partido Demócrata. Después de la moderación de Clinton y Obama alrededor de la gran crisis económica de 2007 y la victoria de Trump, apareció una izquierda muy fuerte, dispuesta a hacerse oír en el conflicto árabe-palestino, en relación con la invasión rusa de Ucrania o con la emigración… Recuerden las cartas firmadas por cargos más o menos relevantes del partido en contra de la ayuda americana al pueblo ucraniano, coincidiendo con la posición de Trump, porque los extremos se suelen seguir o se unen sin distinción.

En cualquier caso, desde que la precaria realidad abofeteara duramente a Biden, el partido demócrata fue decidiendo todo muy correctamente. Evitó que se proclamaran más candidatos, lo que hubiera supuesto el suicidio de sus alternativas electorales. Eligió a la candidata que estaba más a mano y contaba con una mayor legitimidad de origen: era la vicepresidenta del gobierno de EE UU. Eligió un vicepresidente, Tim Walz, que resultara un contrapeso, adecuado para compensar los tics ideológicos de la candidata, excesivos para una gran parte de la población americana. Y, por fin, hizo una convención de unidad, que aumentó los decibelios del éxito. Por allí pasaron todos los Kennedy, los Clinton, los Obama… Es curioso comprobar como ya hay más ‘familias reales’ en la política estadounidense que en las monarquías europeas.

La elección de Harris ha dado esperanzas a los demócratas, pero la división se mantiene en Estados Unidos

Se pueden sacar muchas conclusiones sobre las razones que han permitido llegar con opciones reales a la candidatura demócrata. Pero les diré la que me parece más interesante por ser imprescindible. Se pudo hacer todo lo que se ha hecho estas últimas semanas porque existía un partido político. Cierto que demasiado heterogéneo políticamente, muy desorientado ideológicamente (Mark Lilla, ‘El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad’), pero con una masa de inteligencia política suficiente para enfrentarse a la situación más comprometida desde los años 60 del SXX. Para que se den cuenta de la envergadura de lo que parece a primera vista una evidencia, podemos afirmar que en el Partido Republicano hoy sería muy difícil que sucediera algo mínimamente parecido.

El Partido Republicano durante su larga vida ha representado posiciones políticas muy distintas, pero una mutación radical y autoritaria como supuso la entronización de Donald Trump creo que no ha formado parte de su historia. Personajes ricos, muy conocidos, extravagantes como Trump, ya había habido en el pasado en la política americana, pero la ‘democracia de control’, que tenían los partidos americanos antes de que se generalizaran las primarias, habían evitado su salto definitivo al cargo de máxima responsabilidad. Trump ganó a toda la clerecía republicana en unas elecciones primarias y se hizo con el control del partido. Pero, además del control, Trump se adueñó del partido, lo ‘okupó’ con todas las consecuencias. El Partido de Reagan dejó de existir, ya solo se trataba de saber quién era trumpista y quién lo era suficientemente para el gusto caprichoso del líder. Hoy se hace, se dice, sin familias ni sensibilidades políticas diferentes, lo que Trump quiere y expresa… el resto es innecesario cuando no traición al líder supremo.

Por cierto, la primera consecuencia de la okupación personal de un partido político por un líder autoritario es la drástica disminución de su importancia. El Partido Republicano es exclusivamente un instrumento más en manos de Trump para desarrollar su política. Primero es el líder; en el caso estadounidense, posteriormente son los medios de comunicación; más tarde, con menos importancia, se encuentra el partido, organización dócil, convertida en atrezo para las apariciones del ‘sumo pontífice’.

Cuando Trump ganó las primarias, no solo se hizo con el control del partido. Se adueñó de él, lo ‘okupó’

En ese ambiente la capacidad para generar alternativas, para acoger pensamientos discrepantes, visiones distintas, soluciones diferentes es sencillamente imposible en el Partido Republicano. Los republicanos han unido su suerte, por ahora, sin matices a la voluntad del líder. La campaña electoral, la estrategia, la línea discursiva, las soluciones corresponden exclusivamente a Donald Trump, de él dependerá su futuro próximo. Cuando el máximo líder desaparezca nadie sabe lo que será de la histórica organización. Parece segura la crisis y muy probablemente la división entre quienes sigan adorando al último líder y los que, callados mayoritariamente, antitrumpistas anónimos, no hayan compartido ese clima de personalismo asfixiante.

Tendemos a negar que nos sucede a nosotros lo que hemos criticado a otros, pero frecuentemente hacemos con entusiasmo lo que criticamos con pasión cínica a otros. Sánchez ha convocado un Congreso, puede ser un congreso de debate, de crítica, de expresión de la pluralidad de la izquierda institucional o puede ser el Congreso de su coronación. Me temo lo peor.