Alejo Vidal-Quadras-Vozpópuli
 

La sociedad española está mayoritariamente formada por personas que carecen del indispensable criterio para analizar y juzgar el significado y alcance de los acontecimientos de los que son testigos

Mucha gente se pregunta desolada cómo puede ser que las tropelías de Sánchez no tengan una respuesta masiva en la calle y en las urnas y por qué ante el cúmulo de atropellos al Estado de Derecho, a la economía nacional, al correcto funcionamiento de las instituciones, a la cohesión territorial y a la moral colectiva al que no pocos españoles asistimos entre incrédulos e indignados todos los días, el principal partido de la oposición y teórica alternativa sigue sin adecuar su discurso a la extrema gravedad de la situación y se limita a soltar algún que otro pellizco de monja al monstruo insaciable que devora nuestros recursos, falsea nuestro pasado y desprecia nuestra inteligencia hasta límites increíbles.

El último abuso que hemos tenido que soportar ha sido el acuerdo para sacar a Cataluña del régimen común de financiación de las Comunidades Autónomas, nada menos que hurtar al control de la hacienda compartida el 20% del PIB por exigencia de los separatistas, con el argumento de que esta medida inconstitucional y disparatada representa un avance hacia la federalización y responde a la solidaridad. Cualquier ciudadano con una mínima capacidad de discernimiento debería saber que no sólo se trata de una operación contraria a una concepción federal, que implica una homogeneidad de trato a todas las entidades subestatales, sino un arriesgadísimo paso hacia la confederalización, antesala segura, como muestra claramente la historia, de la disgregación. En cuanto a la pretensión cínica de que esta agresión al resto de Comunidades, que verán seriamente mermada su capacidad de sostener sus servicios públicos, es una muestra de solidaridad, demuestra hasta qué punto el ocupante de La Moncloa se ríe por igual de sus votantes y de sus oponentes, a los que trata como débiles mentales en la convicción, que la experiencia le confirma sistemáticamente, de que se tragarán sus flagrantes mentiras o las soportarán mansamente, por descaradas que sean.

De acuerdo con las respuestas, las Canarias son bañadas por el Mediterráneo, Vizcaya es una provincia de Asturias, Extremadura tiene frontera con Francia y la capital de La Rioja es Oviedo

Con tal de buscar una explicación a tan singular fenómeno, me referiré a un hecho anecdótico que, aunque aparentemente no guarda relación con el asunto que estoy examinando, creo que, visto de cerca, sí puede darnos alguna clave de la singular situación que vive nuestra Nación desde hace seis años. Un buen amigo mío, historiador muy versado en la cuestión de los nacionalismos de secesión en nuestra época contemporánea, suele enviarme videos curiosos, hilarantes a veces, ilustrativos siempre, de estos tiempos aciagos por los que, más mal que bien, transitamos. Recientemente me ha hecho llegar uno cuya contemplación sume en un estupor melancólico. En los breves minutos de imagen y sonido un periodista, micrófono en ristre, interroga ante la cámara a varios grupos de jóvenes veinteañeros con aspecto de estudiantes o de trabajadores por cuenta ajena bien vestidos, aseados y vivaces, que se exponen al objetivo con desenvoltura y regocijo. El inquirente les pregunta cuestiones elementales sobre geografía patria, cuáles son las provincias del País Vasco, en qué mar se encuentran las islas Canarias, cuál es la capital de La Rioja, con qué país linda Extremadura y también introduce preguntas trampa como el número de provincias de Asturias. El resultado de esta miniencuesta encoge el corazón. De acuerdo con las respuestas, las Canarias son bañadas por el Mediterráneo, Vizcaya es una provincia de Asturias, Extremadura tiene frontera con Francia y la capital de La Rioja es Oviedo, eso cuando proporcionan una contestación y no confiesan su ignorancia entre carcajadas espontáneas y festivas.

Inquietudes prosaicas cotidianas

Debemos ser conscientes, por tanto, de que la sociedad española está mayoritariamente formada por personas que carecen del indispensable criterio para analizar y juzgar el significado y alcance de los acontecimientos de los que son testigos y que, inmersos en sus inquietudes prosaicas cotidianas, hipnotizados por programas de televisión en los que estrellas estrafalarias de la comunicación animan conversaciones delirantes entre concursantes analfabetos funcionales que les deleitan soltando lugares comunes o comentando sus amoríos, celos y reconciliaciones o fervorosamente absorbidos por el próximo encuentro futbolístico de intensa carga emocional, expresiones tales como estructura federal, producto interior bruto, imperio de la ley o separación de poderes les suenan a chino mandarían y, por supuesto, están desprovistos de los conocimientos más elementales como, por ejemplo, que Murcia es una comunidad uniprovincial o que la capital de Galicia es Santiago de Compostela.

La oposición liberal-conservadora se deja avasallar paralizada por complejos de culpa y se muestra más preocupada por amoldarse al marco conceptual y léxico de la progresía, en versiones dulcificadas, que a erigir su propio edificio doctrinal y ético

En este clima decepcionante, el Gobierno socialista-comunista-filoterrorista que nos flagela sin piedad con su sectarismo y su incompetencia ha encontrado la fórmula infalible para movilizar a un electorado moral e intelectualmente indefenso ante sus manipulaciones y patrañas: la división dicotómica -categoría lógica comprensible incluso para el más ignorante- en buenos y malos, izquierda y derecha, progresistas y fachas, explotados y explotadores, utilizando simplificaciones lacerantes y maniqueísmos descarnados para explotar lo peor que todos los seres humanos llevamos dentro, la envidia, la pereza, el instinto tribal, con el fin de despertar adhesiones acríticas frente al enemigo inventado al que hay que aniquilar sin objetividad ni ponderación alguna porque estos enfoques requerirían un bagaje cultural y una predisposición analítica que están ausentes en el suficiente número de electores como para que este método divisivo y de confrontación les funcione de maravilla. Ante esta estrategia tan efectiva como inmisericorde, la oposición liberal-conservadora se deja avasallar paralizada por complejos de culpa y se muestra más preocupada por amoldarse al marco conceptual y léxico de la progresía, aunque, eso sí, en versiones dulcificadas, que a erigir su propio edificio doctrinal y ético con coraje y determinación. Dicho de otra forma, al jugar en campo contrario con reglas impuestas por el rival, es muy difícil ganar salvo que los errores de éste alcancen tal magnitud y sus fechorías tal grado de malignidad que se derrumben bajo su propio peso y el poder le llegue a la derecha por pura caída gravitatoria. Sé que este planteamiento es desagradablemente pesimista y peligrosamente realista y no sirve, como observaba socarronamente un expresidente del gobierno caracterizado por su plácida indolencia, para ganar amigos, pero se supone que la política no es un espacio de acomodación complaciente, sino un campo de batalla en el que convencer limpia y democráticamente a una mayoría de que unas ideas y unos valores son superiores a otros y preferibles a sus contrarios.