Guillermo Gortázar-ABC

  • El presidente emerge por encima de todas las instituciones (casi como si fuera un miembro de la realeza). La pretendida imagen de diarquía complace en grado sumo al presidente y refleja, simboliza, una realidad de poder»

España es formalmente una monarquía parlamentaria, pero en la práctica es una monarquía ‘presidencial’. Todos los presidentes de Gobierno, desde Adolfo Suárez, han querido reproducir el concepto de concentración del poder de Primo de Rivera y de Franco y han desarrollado todo un conjunto de leyes orgánicas para poder convertirse en caudillos indiscutibles. El espectáculo, entre grotesco y descarado, de dominio de los tres poderes del Estado y del resto de las instituciones, es el resultado de un proceso del que son responsables todos los presidentes de Gobierno. Unos, por acción; otros, por omisión. Lo que está ocurriendo desde hace siete años es que el drama y evidencia del desprestigio político institucional ha llegado al máximo por la acción audaz y sin disimulo del presidente Sánchez.

La preponderancia extrema del poder ejecutivo (ya denunciada desde los años ochenta del pasado siglo por el presidente del Tribunal Constitucional Manuel García Pelayo) ejercida por Pedro Sánchez ha colmado el vaso y ha pasado de ser un tema de debate restringido entre polítólogos e historiadores al conocimiento público. Por si fuera poco, la financiación privilegiada de Cataluña amenaza con una ruptura interna en el PSOE y evidencia un desprecio absoluto de Sánchez por la letra y el espíritu constitucional.

El primer paso hacia el presidencialismo (que constituye de facto una diarquía en España) fue el traslado injustificado de la sede de la Presidencia del Gobierno desde el paseo de la Castellana 3 al palacio de La Moncloa. En ninguna monarquía parlamentaria europea hay un primer ministro con el despliegue efectivo y simbólico de algo parecido a ese ‘complejo de La Moncloa’ con miles de funcionarios y asesores. Todos ellos constituyen una administración paralela y controladora de los ministerios, instituciones, medios de comunicación y empresas. El número 10 de Downing St. es lo opuesto a ese despliegue faraónico de La Moncloa.

En una monarquía parlamentaria la centralidad política está en el parlamento. En nuestra monarquía ‘presidencial’, la centralidad política está en la sede del ejecutivo, en La Moncloa.

En el debate constitucional Manuel Fraga y Gabriel Cisneros abogaron por la denominación de primer ministro en la Constitución en lugar de presidente de Gobierno. La tradición del siglo XIX e inicio del siglo XX de los presidentes constitucionales fue el argumento para decidir la denominación de presidentes del Gobierno. Ni Fraga ni Cisneros apelaron a que los presidentes constitucionales de las pasadas monarquías parlamentarias lo eran del Consejo de Ministros de Su Majestad. Su poder estaba limitado por la confianza del Congreso y la del Rey. Bastaba una mínima sugerencia de falta de confianza de Su Majestad para que, inmediatamente, cesara o dimitiera el presidente de turno.

Lógicamente, en la nueva Constitución de 1978 la necesaria confianza regia (propia del siglo XIX) no era admisible ni deseada por todos los actores políticos, incluido Don Juan Carlos. Apelando equivocadamente que era una tradición española el nombre de presidente de Gobierno, decayó el título más adecuado de primer ministro. Fue un error. La denominación de primer ministro habría facilitado hacer saber los límites del Ejecutivo: el Gobierno es sólo uno de los tres poderes del Estado.

Casi resulta cómico ver al presidente de Gobierno saludar al resto de las instituciones y a su propio Gobierno, detrás de la Familia Real, con ocasión del desfile de las Fuerzas Armadas o en otras celebraciones nacionales. El presidente emerge por encima de todas las instituciones (casi como si fuera un miembro de la realeza), cosa que es impensable en el resto de las monarquías europeas. La pretendida imagen de diarquía complace en grado sumo al presidente y refleja, simboliza, una realidad de poder.

La lista de leyes orgánicas y ordinarias que han determinado la preponderancia del Ejecutivo en el Reino de España es interminable: la ley electoral, el reglamento del Congreso y del Senado, la ley orgánica del Tribunal Constitucional, la ley de partidos políticos, la ley de financiación de partidos políticos, la ley del Consejo del Poder Judicial, etcétera. Si a ello unimos la capacidad de influencia del Gobierno en los medios de comunicación, e incluso en las empresas, se entiende mejor un dominio asfixiante del poder ejecutivo que padecemos el conjunto de los españoles con la salvedad de los beneficiados del presidencialismo. Si tuviera que destacar el elemento más influyente de esta evolución partitocrática y presidencialista sugiero que, en gran medida, es debido a la muy deficiente democracia interna de los partidos políticos. El líder se convierte en indiscutible, reforzado por su poder sobre los grupos parlamentarios de su partido, que ha elegido y diseñado a su medida.

Veamos algunos ejemplos. Alianza Popular, influida por la experiencia londinense de Manuel Fraga, estableció congresos anuales del partido. Ahora el PP establece en cuatro años los periodos congresuales y lleva siete años sin convocar un congreso en el que se debatan estrategias o balances de resultados; el PSOE y Convergencia y Unión establecieron, en 1978, dos años de intervalo, ahora son cuatro. Sánchez pretende (y conseguirá) adelantar la celebración del congreso del PSOE un año con el objetivo de laminar los presidentes regionales disconformes.

Cada vez más los partidos políticos españoles padecen un desprestigio ganado a pulso según los sondeos de opinión. Ya en 1994 el editor y periodista Javier Pradera señalaba en su libro ‘La corrupción política’ que «los partidos ya no son representantes de la sociedad dedicados a defender los intereses de sus electores, sino instituciones autónomas que protegen, ante todo, sus propios intereses». En efecto: desde entonces, hasta ahora, hemos ido a peor.

Con este panorama, ¿qué se puede hacer? Lo primero es reconocer, pese a todo, un balance positivo de los últimos cincuenta años de libertad e indudable prosperidad. Después, abandonar la ansiedad a la que Sánchez arrastra a la opinión pública. Las alternativas rupturistas de la extrema izquierda son un remedio peor que la enfermedad. Hay que confiar en la emersión de propuestas reformistas que reviertan el presidencialismo y la partitocracia hacia el sentido de la monarquía parlamentaria que los constituyentes pretendieron en 1978. Parece una misión imposible, pero el hecho de que se hayan desvelado ante la opinión los excesos del presidencialismo es el primer paso para que surjan políticos y propuestas reformistas que recuperen la monarquía parlamentaria.

Se trata de mantener y ampliar la concordia que votamos en 1978 hasta que irrumpió la revanchista memoria histórica cuyo objetivo fundamental es iniciar la discordia entre los españoles, obtener rédito electoral y cuestionar el reencuentro reformista de la Transición. Winston Churchill lo expresó muy claramente en su célebre discurso de 1940: «Si iniciamos una pelea entre el pasado y el presente, descubriremos que hemos perdido el futuro».