Ignacio Camacho-ABC

  • A Maduro le servía de poco otro opositor preso. Le conviene más tener lejos al legítimo presidente electo

Todos los líderes de la oposición venezolana en los últimos años –Antonio Ledezma, Leopoldo López, Juan Guaidó y ahora Edmundo González Urrutia– han acabado en el exilio; en algún caso, como el de López, tras pasar por las cárceles del chavismo. Ésa era la suerte que esperaba también a Urrutia de haberse puesto a tiro, y tal vez a María Corina Machado si persiste en reclamar un triunfo electoral a todas luces legítimo. La diferencia es que Edmundo fue el candidato –porque a Machado la inhabilitaron– y por tanto el ganador, es decir, el presidente electo, y por eso su salida era el efecto que Maduro buscaba con la orden de detenerlo. El régimen lo ha dejado marchar sin poner trabas porque le servía de poco un opositor preso; lo quería lejos para quitarse presión y asentar su estrategia de ganar tiempo hasta que el autogolpe se consume por vía de hecho. Que es lo que va a pasar, lo que está pasando sin que el mundo democrático haga otra cosa que declararse profundamente preocupado y pedirle las actas de la votación al tirano.

Éste es un gesto testimonial que cinco semanas después del pucherazo carece por completo de sentido. El régimen ni siquiera tiene intención de maquillar el escrutinio; ha decretado su victoria por las bravas, ha reforzado en el poder a su círculo íntimo –Delcy, Diosdado, etc.– y ahora sólo trata de resistir hasta que el escándalo caiga en el olvido. Con el vencedor fuera le resultará más sencillo; se ha quitado de encima un problema y ha enseñado el camino a todo disidente que no quiera acabar en el destierro o en presidio. A González Urrutia no se le puede exigir que extreme su sacrificio y el Gobierno español ha hecho lo correcto al concederle el asilo que había pedido. Otra cosa es que el desenlace de la operación constituya un favor al sátrapa en términos objetivos, como demuestra la mediación de un Zapatero siempre más diligente a la hora de ayudar al bolivarismo que a la de facilitar a sus adversarios el libre ejercicio de sus derechos políticos.

Esta crisis ya sólo puede terminar de dos maneras: con la consolidación de Maduro en el poder y la consiguiente escalada de represión violenta o con el dictador refugiado en algún país amigo del Grupo de Puebla. Y será la primera si la comunidad internacional no empuja con más fuerza ni toma medidas de aislamiento más enérgicas. A este respecto, España –bueno, Sánchez–tiene que definir su apuesta, que tiene relevancia en la medida que es el miembro de la Unión Europea más influyente en Latinoamérica. Ponerse de perfil, como está haciendo –en el mejor de los casos, porque el consejero áulico del presidente ejerce el lobby prochavista en Bruselas–, equivale a dar por bueno el robo de las elecciones bajo el pretexto de la no injerencia. Ya no caben fórmulas intermedias. Hay que elegir entre democracia o fraude, entre libertad y dictadura, entre honor y vergüenza.