Inocencio Arias-ABC

  • Ayer compré comida para mi perro y medicinas catalanas para mí, pero si el concierto se consuma no estoy seguro de que siga adquiriéndolos

Titulé un capítulo de mi último libro ‘¿Puedo seguir comprando productos catalanes el día que Rufián me nombra a la madre?’ –perdón por la autocita– y concluía yo con un rotundo sí. Enumeraba varias ocasiones en que los desaires de los separatistas rebasaban el vaso de la paciencia: un día un dirigente, Quim Torra, aseguraba que «los españoles son bestias con forma humana que destilan odio». Otro, Junqueras, asomaba su supremacismo insultante: «Los catalanes tenemos más proximidad genética con los franceses que con los españoles», peregrina afirmación en una Comunidad en la que los apellidos García, Sánchez o Martínez son desde hace décadas mucho más frecuentes que los ‘genuinamente’ catalanes. Me hirió el comentario irónico y miserable de la señora Ponsatí aludiendo al azote del Covid en la capital: «De Madrid, al cielo». Me sublevaba que se declarase al Rey persona non grata en Cataluña y comprobar que una buena parte de los recursos de las representaciones catalanas en el extranjero se emplean en denigrar a España, fondos a los que usted y yo contribuimos. Y me produce una mezcla de risa, estupor y vergüenza que sesudos ‘intelectuales’ catalanes sostengan que Miguel de Cervantes, Teresa de Ávila y Cristóbal Colón eran catalanes. No fue miel para mis oídos que Marta Ferrusola declarara que le «molestaba mucho que el presidente de la Generalitat pudiera ser un andaluz que tiene un nombre castellano» (¿qué pensarán de ella los estadounidenses que están dispuestos a elegir presidente a una mujer negra, hija de jamaicano y de india ?). Y eso me trajo a la cabeza los comentarios de Jordi Pujol sobre lo poco hechos mentalmente que estamos los andaluces, si bien no sé cuantos hervores le faltaban a Picasso, Velázquez, Lorca, Juan Ramón o Alcalá Zamora.

En esas tesituras y en muchas más decidí que pelillos a la mar y he seguido consumiendo catalán. Incluso después del golpe de Estado, de la amnistía y de oír a una pléyade de separatistas afirmar que lo volverán a hacer. Razoné que no debemos boicotear lo catalán. No sólo no hay que castigar a una parte de España porque sus dirigentes hayan dado un golpe de Estado de libro y mientan diciendo que representan a toda Cataluña, sino porque muchos de los eventuales penalizados están, como yo, en contra de ese lenguaje odioso y a veces racista. Y el boicot les afectaría a ellos, a sus familias y a sus empresas.

Ahora, sin embargo, el artero acuerdo económico que ha cocinado el mentiroso Sánchez con ERC altera seriamente la situación y me plantea un dilema penoso. Me duele como demócrata y defensor de la Constitución porque además afectará a mi bolsillo y al de mis paisanos andaluces, a la gente de Murcia, Extremadura, Aragón, Canarias, etc… Conocidos los antecedentes, entre creer a Sánchez y a su ministra Montero o a los dirigentes de ERC me inclino por estos últimos. Estamos a punto de conceder a Cataluña una completa independencia fiscal, lo que significa, por mucho que los sanchistas lo oculten, que los impuestos de los productos catalanes que compremos, ya sea un coche, una butifarra, un cava o un detergente, se quedarán en Cataluña y no pasan a la caja que controla y distribuye el Estado. Mientras, los impuestos a productos fabricados en Valencia, Galicia, Castilla-La Mancha, Baleares, Andalucía… irán al Estado para su distribución equitativa. No se quedan en las regiones que los han producido. Es decir, que Sánchez, capitoste de un partido que se jactaba de ser incorruptible –luego vinieron los ERE y muchas tropelías más– solidario y vertebrador, instaurará una nueva división de españoles. Unos tendrán jugosas prebendas, otros no. Todos los españoles vamos a contribuir para que unos, los catalanes, sean más ricos y el resto algo más pobres.

Ese es el PSOE del sanchismo, aunque sus dirigentes utilicen un lenguaje eufemístico para camuflarlo. El paso hacia el federalismo del que hablaba Sánchez encubre la implantación de un federalismo asimétrico que favorece a una Comunidad perjudicando al resto. Muchos sanchistas no querrán verlo. Cualquier amago disidente es silenciado no con la cárcel, como en la Venezuela de Maduro o la Rusia de Putin, sino con abundantes dirigentes, los pesebristas, que temen perder el sustento, y en la masa con el anuncio de una perspectiva apocalíptica: «¿Quieres que gane la derecha?». La frase hace milagros, pura taumaturgia: si Feijóo llegara al poder –rumian esos votantes sanchistas encandilados– significaría recortes de todo tipo, cierre de hospitales, obligación de ir a misa, sumisión de la mujer, persecución de los homosexuales, trato inhumano a los emigrantes así como supresión del PER andaluz y extremeño. Y se lo creen. España se rompe, el acuerdo fiscal con Cataluña es un paso capital en esa dirección, pero todo vale para que Feijóo no entre en Moncloa.

Uno, instalado en el pesimismo, puede colegir dos cosas: ningún diputado a la izquierda de Sánchez o de su partido va a plantar cara y decir hasta aquí hemos llegado. No se entiende como ningún parlamentario apela a su pasado solidario, a su dignidad personal y hace ver que le importa un pimiento que Feijóo o su hijo o Mbappé gobiernen, que él no puede consentir otorgar a perpetuidad privilegios a un grupo de españoles dañando a otros.

El segundo pálpito es que Sánchez venderá, con jerga buenista y tramposa, que no hay tal cupo, que esto no crea desigualdad. Será mentira y para hacerlo más engullible, ahora que el Estado tiene más liquidez, comenzara a repartir cheques en diversas comunidades para compensar el regalazo a Cataluña e hipnotizar a díscolos. La maniobra es de tahúr, como todo lo de Sánchez, y recuerda al nacimiento de la ONU con la creación de la ‘aristocracia’ de los miembros permanentes del organismo. Cuando los vencedores de la II Guerra Mundial cocieron su propuesta establecieron que cinco países, la URSS, EE.UU., Gran Bretaña, China y Francia serían miembros permanentes del Consejo de Seguridad, donde se encuentra el poder, y, además, tendrían el veto sobre cualquier resolución. Se dijo al resto que sin esa distinción no habría ONU, un trágala, y muchos soñaron que esos privilegios serían temporales. No fue así. Los regalos que Sánchez haga ahora para hacer tragar el concierto catalán no serán coyunturales. Los dirigentes de otras Comunidades que lo engullan se vestirán de Esaú: cambian la primogenitura por un efímero plato de lentejas. El concierto será para siempre. Una vez concedido será irreversible.

Resumiendo: ayer compré comida para mi perro y medicinas catalanas para mí, pero si el concierto se consuma, si significa que Vélez Blanco tardará más en lograr su residencia de mayores, que en Vélez Rubio puede tener estrecheces su eficaz centro de discapacitados, que Albox, Huéscar, Orihuela o Murcia (en los que he vivido) no pueden mejorar sus servicios porque el Estado concede a Cataluña un privilegio descomunal que nos afecta, no estoy seguro de que siga adquiriéndolos.