José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- En siete meses, Ortega y Gasset pasó de maldecir la monarquía a pedir la rectificación de la República porque desde el principio no se condujo como un proyecto nacional
Mañana hará 90 años que se proclamó en España la II República. No fue un acontecimiento revolucionario, como determinada izquierda pretende que se crea y como secunda un sector de la derecha. El régimen de la Restauración de la monarquía alfonsina (Alfonso XII y XIII) cayó por su propio peso después de unas elecciones municipales celebradas el 12 de abril de 1931 en las que las candidaturas republicanas se impusieron en las capitales de provincia aunque, en conjunto, ganasen las monárquicas. Pero la clase dirigente interpretó —con acierto, todo hay que decirlo— que esos comicios reclamaban un cambio de régimen. Por eso, Álvaro de Figueroa (*), conde de Romanones, a instancias del rey Alfonso XIII, se dirigió la mañana del 14 de abril de 1931 al domicilio de Gregorio Marañón para, en terreno neutral, parlamentar con Niceto Alcalá Zamora y sellar el armisticio.
El que fuera primer presidente de la II República —no precisamente un izquierdista y con una biografía de amplia colaboración con la monarquía— exigió que el Rey saliese ese mismo día de España “antes de ponerse el sol”. Como Romanones se resistiera —de forma leve y sin convicción—, Alcalá Zamora descargó su argumento definitivo: había recibido una llamada del general Sanjurjo, responsable máximo de la Guardia Civil, adhiriéndose a la causa republicana. Ahí acabó todo: pocas horas después, Alfonso XIII viajaba a Cartagena rumbo a Marsella después de constatar que había perdido “el amor de su pueblo” y con el propósito de que no se “vertiera una gota de sangre” por su causa. Al día siguiente, 15 de abril, la Reina consorte y sus hijos salieron desde el Escorial hacia el exilio. La II República ya había sido proclamada.
Los sucesos de aquel 14 de abril en Madrid los relató Josep Pla (*) de manera magistral: “Todo el entusiasmo popular tuvo casi siempre un aire de verbena; a veces en la Puerta del Sol, llegó a adquirir una densidad emotiva profunda e inolvidable. La gente estuvo correctísima y la propiedad fue absolutamente respetada. Alguna anécdota de carácter anticlerical se produjo en los suburbios, pero no puede decirse que aquello acabara dando tono al espectáculo”. Más adelante, el escritor catalán se refería a la caída del régimen en unos términos agónicos, sin presentar resistencia alguna, subrayando que “el Rey (…) ha estado dominado estas últimas horas por una suerte de serenidad terrible e impávida”. No hubo, pues, ni revolución ni asalto al Palacio Real —pese a que la noche del 14 de abril allí estuvieron instalados hasta la mañana siguiente la Reina, el heredero y los infantes e infantas—, y solo se produjo una explosión de “pulmones rotos y garganta ronca”, en expresión de un Pla que aportó en sus crónicas sobre la II Republica española claves de interpretación de gran valor.
La Restauración fracasó por la suspensión constitucional de 1923 con ocasión del golpe de Miguel Primo de Rivera
La Restauración fracasó por múltiples circunstancias, pero, en particular, por la suspensión constitucional de 1923 con ocasión del golpe de Miguel Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, que, con la aquiescencia del Rey, formó un Directorio Militar que duró hasta 1925 —seguido de un Directorio Civil (1925-1930)—. Durante esos años, la monarquía constitucional dejó de serlo y el Rey se entregó a una pulsión autoritaria al calor de la que surgió la utopía republicana alimentada por la izquierda, sí, pero también por una intelectualidad laica, liberal y abierta sin cuyo concurso el cambio de régimen seguramente no se hubiese producido. Ortega y Gasset (*) quintaesenció el impulso republicano mediante una larga labor de años en los que disertó y escribió sobre las taras del régimen de la Restauración hasta llegar a 1930 y lanzar aquella consigna irreversible: “Delenda est monarchia”. El filósofo madrileño constituyó en 1931 la Agrupación al Servicio de la República con Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, cuyo primer objetivo fundacional consistió en “movilizar a todos los españoles de oficio intelectual para que formen un copioso contingente de propagandistas y defensores de la República española”.
Ortega creía en una nación de auténticos republicanos, apostaba por un cambio de régimen pacífico y por una República nacional y sin radicalismo. Por eso, el mismo intelectual —el más grande de todos los españoles en el siglo XX— pronto avisó del “no es esto, no esto” en un artículo titulado “El aldabonazo”, publicado el 9 de septiembre de 1931 y cuyo párrafo final decía: “Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron en el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: ‘¡No es esto, no es esto!’. La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo”.
La II República acabó malográndose desde sus mismos principios porque resultó atrapada por el sectarismo y la radicalidad
Pero tres meses después, el 6 de diciembre de 1931, Ortega y Gasset pide abiertamente la “rectificación de la República” en una conferencia pronunciada en el Cinema de la Ópera de Madrid. El texto de la disertación es denso y matizado, pero contiene el diagnóstico que, pocos años después, frustraría el nuevo régimen. Denunció el filósofo la “chabacanería” que inundaba España, la “flojedad” de mentes y la falta de “disciplina” que observaba. El orador advirtió de que la República no estaba sumando sino restando, por lo que era “preciso rectificar” su perfil. Denunciaba que a los siete meses de su proclamación, “nos han hecho una República triste y agria” y añadió que en ese tiempo había “caído la temperatura del entusiasmo republicano y trota España, entristecida, por ruta a la deriva. Y esto es lo que hay que rectificar” porque “apenas sobrevenido su triunfo comienza ya a falsearse”. Con sutileza y cautela, Ortega y Gasset desmenuza el anticlericalismo estéril —él que se proclamó laico y “no católico” y criticó con una dureza extrema a la Iglesia—, la exigencia de “pureza de sangre republicana”, la preferencia por el Comité revolucionario en vez de por un Gobierno y, en fin, el radicalismo que se estaba instalando.
Ortega creía en una nación de republicanos, apostaba por un cambio de régimen pacífico y por una República nacional y sin radicalismo
La II República no puede falsearse: se frustró sola y así lo denunciaron muy pronto las cabezas más relevantes que reclutaron a la intelectualidad para traerla “en unas elecciones, no en una barricada”, como bien recordó el autor de ‘FF’. Y a ese autor habría que remitirse en este 90 aniversario de la proclamación de la II Republica para entender cómo su “natividad” (sic de Ortega) fue con intención de tránsito nacional y no de vencimiento de “los unos sobre los otros”. En otros términos, la II República —que pudo haber sido una experiencia de éxito— acabó malográndose desde sus mismos principios temporales porque resultó atrapada por el sectarismo y la radicalidad. Y al conmemorar la efemérides, habrá que centrarse en lo nuclear de la historia de nuestro país: el disenso, la incapacidad de mantener en el tiempo, con correcciones reformistas y no revolucionarias, nuestro sistema de convivencia. Serviría pues este abril de 2021 para en esta España democrática —con una Constitución de vigencia constante durante ya casi 43 años— perseverar en los valores de la conciliación, la tolerancia, el respeto y la contribución a la construcción de un proyecto común en el que se combine lo que une y diferencia como un caleidoscopio de nuestra pluralidad. Lo que no consiguió, ni en sus primeros pasos, la II República.
(*) ‘Romanones. La transición fallida a la democracia’. Guillermo Gortazar. Editorial Espasa.
(*) ‘La Segunda República española. Una crónica 1931-1936.’. Josep Pla. Prólogo de Valentí Puig y edición de Xavier Pericay. Editorial Destino.
(*) ‘Obras completas’. José Ortega y Gasset. Tomo IV. 1926-1931. Editorial Taurus.