Incluso el nacionalismo más moderado sólo es capaz de ver «dualidad de sentimientos identitarios y de pertenencia» entre «el vasco cuya patria es Euskadi y el vasco cuya patria es España». Esta segregación medieval, a tajo, no asume el avance de la humanidad que supuso el concepto de ciudadanía: la capacidad de asumir múltiples lealtades, a la tribu y a la polis, y a la UE, y al universo.
Pedro Ugarte, compañero en las lides de colaboración en estas páginas, me ha dado pie para seguir la reflexión sobre el papel que juega el que hayan puesto nuestra foto sobre las líneas que firmamos. Advierto que no voy a ser trascendente y traer aquí algo que me enseñaron en la Facultad de Periodismo sobre estos trucos de la comunicación para acercarse al lector, porque eso de hacerlo con la foto ya lo sabían hace más de un siglo en el pueblo de mi mujer, donde ponían las esquelas fúnebres en los portales no sólo con el retrato del difunto sino también con su mote, porque por el apellido no le conocía ni su padre. Al mote, en el pueblo de mi mujer, le llaman «título», y como tal se hereda de padres a hijos. Si hay más de uno, el menor lo lleva en diminutivo.
Pero no son buenos tiempos para salir con careto en público a la hora de escribir, porque me temo que no tenemos las cosas lo suficientemente claras como para que no te lo rompan por algo que hayas escrito. Creo que existe una carencia de ciudadanía que hace que las opiniones se adopten como agresión, cuando no son más que eso, opinión. Estamos todavía asentados en el pasado, pese a utilizar formas muy modernas de expresarnos, llamar a lo bueno «guay» y distinguir siempre entre vascos y vascas, niños y niñas, por ejemplo, que es lo más de lo más, olvidando subversivamente el genérico. Creo que seguimos asentados en aquel pasado donde la opinión sólo la podía dar el cura y, en su caso, el rey -al fin y al cabo, los vascos nos cortamos el brazo antes de aprobar una Constitución-; y por delegación del rey, los jauntxos de la comarca, ya que estos también tienen tal facultad por designio divino. Esta potestad de designar al capacitado para opinar se ha sustituido hoy por otra -no teológica sino política, pero designación al cabo-, hija de esta reformulación actual de los partidos políticos (no sólo los nacionalistas) como institución feudal.
Por eso, el que no apareciera la foto, aunque me conozcan hasta en el Monte de Piedad, además de darle un halo clandestino hacía que mi labor tuviera algo de misterioso y mágico. Por el contrario, ahora con mi cara parece una requisitoria en la que el resto del texto especifica: mil dólares vivo o muerto. Todo ello porque las cosas no han cambiado tanto.
En unas responsables declaraciones, el ex lehendakari Ardanza ha apelado a la moderación y criticado la ruptura que supondría la puesta en marcha del Plan Ibarretxe II. En ellas recordó también los gobiernos de coalición que presidió, pero acabó ofreciendo la clave preliberal -y sin liberalismo no hay periodismo auténtico: esto sí que es de la Facultad- del discurso nacionalista. Incluso el más moderado de los nacionalismos nos ofrece la clave preliberal al observar sólo «dualidad de sentimientos identitarios y de pertenencia nacional» entre «el vasco cuya patria es Euskadi y el vasco cuya patria y nación es España», sin que quepa la posibilidad de la síntesis. Esta ruptura tan medieval, tan a tajo, entre unos y otros, fruto de toda una concepción ideológica, es incapaz de observar aquel avance de la humanidad que supuso el concepto de ciudadanía, que es la capacidad humana de asumir dobles y hasta múltiples lealtades, a la tribu y a la polis, y a la UE, y al universo. Es decir, yendo a lo concreto, ser vasco sin contradicción con ser español, incluso el encaje de ideas dispares, la asunción de las contradictorias y el enriquecimiento que puede suponer al pensamiento tener en cuenta opiniones con la que no estamos de acuerdo. Pero en una sociedad en la que se es sólo una cosa u otra, con todo el peso de lo esencial, no hay mucho espacio para la opinión, salvo que ésta se escude en la consigna o en el dogma. Por eso, quizás no sea muy sano aparecer a cara descubierta.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 31/10/2007