Sin embargo.
El hecho es que, como me temía la semana pasada, uno de cada tres votantes franceses ha optado por la extrema derecha.
Uno de cada dos por el gran partido de los que dan la espalda a Putin y las torturas de Bucha, al fascismo y sus víctimas.
Y desde donde escribo, en un tren nocturno hasta la bandera de refugiados, en el centro de la Ucrania mártir, me llegan al móvil noticias muy fragmentadas y me invade la extraña sensación de que la ventaja de Macron podría no ser más que una ilusión óptica, y que los hombres y mujeres de buena voluntad, si no se resignan al reino del odio, al régimen de Putin, al desastre, no tienen ni un instante que perder para que su rechazo se plasme, el domingo 24 de abril, en las urnas.
Será necesario que los votantes de Pécresse respondan a su plegaria y se opongan a quienes, durante cuarenta años, han jurado la caída del partido del general De Gaulle, Valéry Giscard d’Estaing y Jacques Chirac.
Para los ecologistas que votaron a Jadot y también para los que no votaron, será el momento de recordar que hay, frente a la crisis climática, una verdadera urgencia extrema. Con Le Pen, negacionista del cambio climático, con los conspiranoicos y los ignorantes antivacunas que la rodean, ¡perderíamos cinco preciosos años con su mandato!
Los votantes de Jean-Luc Mélenchon que solo querían demostrar que la izquierda no estaba muerta tendrán que preguntarse, en conciencia, qué significa ser de izquierdas. ¿Librar la política de la catástrofe o del mal menor? ¿Servir de peldaño, con su abstención, a una candidata racista, o dar su apoyo crítico a un centrista discípulo de Paul Ricoeur? ¿O harán lo que hizo la extrema izquierda alemana en los años treinta y repetirán aquello de que sólo había una diferencia de grado entre Hitler y los socialdemócratas, y así auparon al primero? ¿O votarán con convicción a Macron porque no hay otra manera de cerrarle el paso a la que, en el pasado, fue a bailar el vals a Viena con los neonazis?
Tal vez haya votantes de Zemmour que sean sinceros cuando dicen que sienten muy adentro «el orgullo francés». A esos les recomiendo, antes de volver a votar, que sufran las imágenes de la señora Le Pen, de visita en Moscú en 2015, deshaciéndose en sonrisas con Putin, obsequiosa, aprobando servilmente la invasión de Crimea.
Las votantes, sea cual sea su partido, tendrán que releer las declaraciones de la líder de la Agrupación Nacional declarando, en numerosas ocasiones durante sus campañas anteriores, su rechazo hacia los «abortos de comodidad».
Los judíos que creen en el cielo y los que no tendrán que releer sus posiciones sobre la kipá, reducida a un signo religioso ordinario, y por ende prohibida en ciertos espacios públicos, como el velo islámico.
Los católicos pueden preguntarse sobre aquello que admitió la candidata, al principio de la campaña. Que conoce a los «neopaganos» que acuden corriendo bajo el ala de su rival Zemmour y que, si los conoce tan bien, es porque antes su casa era la Agrupación Nacional.
A los que veían el matrimonio igualitario como un avance social y político, hay que repetirles que el programa de la señora Le Pen prevé una moratoria de tres años para la ley que se aprobó en 2013. Véase, el tiempo necesario para derogarla.
A los que se hubieran dejado engañar por el aparente cambio de rumbo de esta «realista», que ahora no parece querer irse de Europa, hay que repetirles una y otra vez que cuando Le Pen afirma, en ciertos temas, la primacía del derecho francés sobre el derecho comunitario, lo que está defendiendo es un frexit sutil que nos pondría en una posición poco menos delicada que la de Hungría con Viktor Orbán.
¿Las juntas directivas de las empresas saben cuál es la proporción de inmigrantes de su plantilla? Espero que hayan entendido lo que la candidata quiere decir cuando anuncia que la inmigración, bajo la presidencia de Le Pen, solo será tolerada siempre y cuando no cuestione los «fundamentos del pueblo francés».
¿Nos alegrábamos de que la curva del paro empezase a bajar? La Francia de Le Pen sería un país degradado, del que huirían los inversores. Una nación con dificultades para financiar su deuda y que entraría en una espiral de dirigismo, crisis, menor poder adquisitivo y desempleo masivo.
A las personas que se irritan con Macron, que lo encuentran «altanero» o «poco campechano», más les vale recordar que unas elecciones presidenciales no son una vía de escape para sus inquinas.
Aquellos a los que no les importaría darle una lección, que piensan en castigar a «las élites» por su «arrogancia» y que, por lo tanto, se sienten tentados a irse de fin de semana o a pescar, deberían recordar que, en este juego, quien paga el pato no son ellos, las élites, sino las clases obreras.
En realidad, lo que se enfrentan son dos lógicas.
La del frente republicano, a la que nunca le fue tan bien el nombre.
Y la de un frente antiMacron, que no nos promete más que desdichas.
República o barbarie. Honor o indignidad.
Esa es, de nuevo, la cuestión.