Gabriel Albiac-El Debate
  • Por una vez, y en su sintaxis peculiar, la señora Alegría ha acertado de lleno. Bastaba asistir a la triste escena de su jefe al día siguiente. En efecto, el Parlamento español no sirve para nada, absolutamente para nada que no sea «perder el tiempo»

La peculiar sintaxis de la ministra portavoz de Pedro Sánchez exige de quien la escucha prolijas hermenéuticas. El anacoluto alcanza, en los labios de doña Pilar Alegría, dimensión poética ciertamente exaltadora. Y aun el más áspero paraje político da en ser trocado, a la luz de su delicado verbo, en entretenidísima sopa de letras.

Hace tres días, la señora ministra reveló la clave, no del Gobierno que el digno esposo de Begoña Gómez dirige, no. Mucho más que eso: la final clave de bóveda sobre la cual reposa el sistema político español, tan difícil de encajar en modelo constitucional conocido. La portavoz —que, enigmáticamente, todavía no se ha hecho llamar portavoza, todo se andará— estaba tratando de teorizar los sesudos fundamentos sobre los cuales asienta su jefe la decisión de no acudir al Parlamento a proponer presupuesto general alguno. «Dada la realidad parlamentaria», dijo. Transcribo la literalidad de su arenga. He tenido que escucharla un par de veces para atisbar en qué lengua estaba interpelando a una oposición cuyo deber, dictó, sería el de «acordar el debate», si es que aspira a que el señor presidente abandone su regia Moncloa para bajarse hasta la plebe de los diputados.

Porque, de no hacerlo así, cito, «podemos llevar un debate, si me permiten, o podemos generar hacer perder el tiempo al Congreso de los Diputados, y, por tanto, a los ciudadanos». Lo cual, traducido a una lengua inteligible, significa que, en aquellas materias en las que gobierno y parlamento no se hayan puesto de acuerdo antes de entrar en la Carrera de San Jerónimo, exhibir en la Asamblea pública sus desacuerdos sería sólo «pérdida de tiempo». Concluyó —no, no diré que alegremente— que «nuestra obligación (la del gobierno) y en lo que estamos inmersos es en ese trabajo constante y continuo con el resto de las fuerzas parlamentarias para poder volver a aprobar un nuevo ejercicio presupuestario»: dijo eso, lo juro. Traducción simultánea: cuando, en los oscuros sótanos en los cuales se negocian estas cosas, todos los partidos se hayan avenido a dar su amable plácet al primer ministro, entonces, y sólo entonces, el primer ministro se tomará la molestia de salir de palacio a echarse un cafelito con los diputados.

Pero, ¿para qué demonios habrá de servir un pleno parlamentario, si los términos a debatir han sido ya acordados en el silencio y la sombra herméticos, donde el verdadero poder se decide? ¿Para hacer cucamonas entre gerifaltes y que esos cariñines salgan por la tele? ¿O para justificar las dignas dietas y pluses que unas cuantas de sus señorías puedan y deban embolsarse?

Por una vez, y en su sintaxis peculiar, la señora Alegría ha acertado de lleno. Bastaba asistir a la triste escena de su jefe al día siguiente. En efecto, el Parlamento español no sirve para nada, absolutamente para nada que no sea «perder el tiempo». Un gobernante acude a él cuando ya previamente conoce el resultado que va a derivar de su presencia. Y ha intercambiado los cromos necesarios para que un puñadito de dudosos votos pueda mantener a salvo su confortable domicilio. Y el de su brillante —aunque no titulada— esposa. ¿Lo demás? Lo demás, ¿a quién le importa? El ciudadano paga y calla. El puñadito de dudosos diputados cobra —muchísimo— y calla. La oposición, estupefacta, cobra algo menos y calla. El Parlamento español es el imperio del silencio. A eso llama la señora Alegría, con elegante metáfora olfativa, «sudar la camiseta».

Tiene razón, lo confieso, esa tal señora. Y yo, modestamente, respaldo su propuesta. Con un mínimo añadido lógico. Lugar para «perder el tiempo» de sujetos que no sabrían hacer otra cosa, el Parlamento español es un ornamento arquitectónico grato en la Carrera de San Jerónimo. Y, acorde con ese sosegado «nada hacer», la condición material de sus habitantes deberá ser equiparada a la de cualquier alegre ciudadano inactivo: ni sueldos, ni dietas, ni pluses, ni sustanciosos negocios en la sombra, ni suripantas con cargo al no votado presupuesto. Nada podría serles reprochado entonces. «Perder el tiempo» está muy feo. Ciertamente. Cobrar por ello tiene nombre aún mucho más desagradable.