A estrenar

ABC 04/06/14
DAVID GISTAU

· Si la medida de un hombre equivale a la de los propósitos que le son impuestos, Felipe VI será un gigante o no será

Entre otras muchas cosas que requieren exégesis, el mensaje de renuncia del Rey contuvo una llamada a la movilización de una generación siguiente, que es ya la de Felipe, no la de la Transición, transformada en acompañamiento de terracota. Tampoco conviene interpretar que los contemporáneos del Rey deban ahora salir del iglú y ofrecerse al apetito del oso, como hacían los esquimales veteranos cuando corría el escalafón de los cazadores. Pero en la sociedad actual se ha impuesto una apetencia de lo flamante, de lo recién estrenado, que algo tiene de ruptura con el pasado y sus códigos, de amputación de un miembro supuestamente gangrenado por la corrupción y la fatiga. En todo caso, la Monarquía se ha adaptado –¿o resignado?– a esta exigencia ambiental antes que los partidos políticos, y con la proclamación de Felipe –un Monarca a estrenar– presenta su formación titular para el nuevo periodo constituyente, intuido por Ignacio Camacho, que obligará de nuevo a la Corona a hacer política entre los azares propios de un tiempo apasionante para ser periodista. Y periodista, además, de la generación aludida, de la contemporánea del Rey. Esto casi compensa haber llegado demasiado tarde para arrojarse al suelo en la tribuna de prensa durante el tiroteo golpista.

Yourcenar decía que el tiempo de Adriano fue fascinante porque, extinguidos los dioses antiguos, y no proclamado todavía en Roma el de la cristiandad, por un momento el hombre estuvo solo. Salvo por los matices divinos –qué poderosa es en estos días la tentación de la adulación, que mitiga lo mismo el asombro de la pérdida que la mala conciencia del reproche–, el español ocupará, no ya hasta la proclamación, sino hasta el diseño parlamentario del porvenir, una tierra de nadie semejante. No es una soledad de ausencia de dioses. Es una soledad en la que faltan certezas concretas de a qué se llamará España dentro de unos pocos años. Contribuir a definirlo será la gran empresa de Felipe VI, para quien el destino ha urdido un tiempo acaso también más apasionante para ser Rey que si solo hiciera falta veranear, cumplir con los protocolos y entregar trofeos de fútbol. Si la medida de un hombre equivale a la de los propósitos que le son impuestos, Felipe VI será un gigante o no será. Esto es algo que no le sucede, por ejemplo, al Rey de los Países Bajos, que suficiente hará con posar en familia junto al árbol de Navidad: poco más hay entre sus imposiciones de destino. Probar quesos, supongo.

El parlamento todavía no se parece, porque tiene una media de edad más alta, a ese reflejo de las encuestas en el que el apego a la Monarquía casi no existe en la juventud. Por ello el debate republicanista es más fuerte en la calle, donde sin embargo se da una paradoja que concede ventaja a Felipe VI como estadista del siglo XXI: tanto la tricolor como sus «cayolaras», con ese sabor residual a años treinta, son los que forman parte de «lo viejo», y como mínimo se igualan en presunción anacrónica. Si Felipe VI consigue no rodearse de vetustos cortesanos de los de sombrero tirolés y servilismo acrítico, hasta arrebatará la imagen de modernidad a aquellos que, habiendo hecho cautiva a la república de una reducción ideológica, han terminado por convertir la tricolor en una bandera de la hoz y el martillo por otros medios y con torpe camuflaje. Así solo puede ser republicana mi mitad francesa. Nosotros ni siquiera necesitamos esperar a su consagración para decir, como Ortega: «No era esto».