José Luis Larrea-El Correo

  • Pérdida de respeto a unas normas básicas de convivencia, descalificaciones y creciente populismo. ¿Dónde están los líderes que nos sacarán de esta situación?

Economista y doctor en Competitividad empresarial y territorial, innovación y sostenibilidad

El bochornoso espectáculo al que asistimos, un día sí y otro también, en la política española me ha traído a la mente el conocido cuadro de Goya en el que dos personas se baten en un duelo a bastonazos, con las piernas enterradas hasta las rodillas en un paraje desolado. Un tipo de duelo que se producía a base de garrotes y en el que se carecía de reglas y protocolo. Estamos en un momento en el que parecen confluir todo tipo de fuerzas para generar una tormenta perfecta que afecta a las relaciones entre las personas y que tienen su máximo exponente en las relaciones entre los responsables políticos, que deberían ser, precisamente, un ejemplo para la ciudadanía.

Por un lado, los prejuicios se imponen de manera rotunda, de modo que no dejan el más mínimo espacio para el encuentro con el diferente. Nadie se plantea, de verdad, el más mínimo ejercicio de renuncia sobre posiciones enquistadas a lo largo de años. El monopolio de la verdad, en un ejercicio de soberbia intelectual exasperante, parece acompañar a los responsables políticos, sin el más mínimo atisbo de posibilidad de ponerse en el lugar del otro para alcanzar acuerdos. Se construyen relatos, en realidad ego-relatos, para satisfacción y exaltación de uno mismo, despreciando otras miradas. Y al final, cuando todo se estropea, la profecía del desencanto y del desencuentro siempre se cumple.

Por otra parte, la tremenda superficialidad en la que parece que estamos instalados no ayuda a sentar las bases de un diálogo serio y profundo que permita abordar los problemas para resolverlos. La ‘brocha gorda’ se impone sobre los matices y la frivolidad campa a sus anchas. Ahí no hay lugar para la profundidad ni los matices. Solo hay verborrea, pura verborrea. Todo esto va acompañado de ruido, mucho ruido. Un ruido creciente en donde resulta difícil separar lo fundamental de lo accesorio.

La superficialidad deriva también en una pérdida lamentable en el respeto de unas normas básicas de convivencia. Así, observamos intercambios descalificadores desde la más absoluta falta de respeto y cuidado de las formas. Esta pérdida de respeto a las formas va acompañada de la pérdida de respeto al fondo de las cosas. No importa mentir o falsear con respecto a lo que se dice. La cuestión es llamar la atención, provocar reacciones en el plazo más inmediato… y a otra cosa.

Otra de las tendencias es la ambición desmedida, focalizada en el corto plazo y en una mirada especulativa frente a la necesaria visión de la sostenibilidad y el largo plazo. Los objetivos individuales se imponen sobre los colectivos y los cantos de sirena del enriquecimiento rápido y fácil, a cualquier precio y sin el más mínimo respeto a las normas, empiezan a ser algo demasiado generalizado.

También tenemos que lidiar con la exaltación de la estupidez. Con tal de hacer daño al otro, a cualquier precio, no nos importa hacernos daño a nosotros mismos. La estupidez supone falta de inteligencia y necedad, y adquiere tintes especiales cuando se proyecta en el plano de las relaciones sociales. Es una lacra que nos ha acompañado a lo largo de la historia, y que de la mano de la superficialidad y la ambición toma un especial protagonismo. Además, la estupidez y la mediocridad van definitivamente de la mano, porque los estúpidos ahuyentan a las personas competentes y generan, indefectiblemente, espacios de mediocridad.

La dictadura de la mediocridad se apoya y contribuye a la consolidación del ‘efecto manada’, que se basa en la tendencia a hacer o creer en cosas porque otros las hacen, ‘subirse al carro’ o no bajarse del carro porque la manada lo dice. La manada es inevitable como expresión de la colectividad, pero debería incorporar mecanismos para no coartar la riqueza de la diversidad. Esto pasa por el respeto a la singularidad. Uno no puede dejar de pensar en las voces que están calladas, amordazadas, ante una situación de deterioro que no para de agravarse.

Y, por último, está el pesimismo desmovilizador. Muy de la mano del ‘cuanto peor mejor’, el pesimismo se impone como parte del relato para demonizar al oponente. El problema es que esa forma de actuar proyecta un escenario devastador para todos, no solo para el oponente al que se pretende descalificar. Otro ejemplo de estupidez.

Las dificultades comentadas, a las que podríamos añadir un creciente populismo, se alimentan entre sí en una especie de espiral destructiva. Y en esas estamos. Alardeando de ser ‘homo sapiens’ y con el garrote en la mano. No se puede ser más estúpidos. A garrotazo limpio, caiga quien caiga, con la mirada en el cortísimo plazo, en una lógica del ‘quítate tú que me pongo yo’, en la que todo vale. Con las formas saltando por los aires y la falta de respeto como bandera. ¿Hasta cuándo? ¿Dónde están las voces, los líderes, que nos sacarán de esta situación? Por favor, dejen la manada y tomen las riendas. Les estamos esperando…