Kepa Aulestia, EL CORREO, 31/3/12
Es el momento en el que Rajoy debería comenzar a gobernar y su oposición socialista a mostrar sus alternativas
Las jornadas durante las que vivamos el ‘día siguiente’ del 29 de marzo no serán muchas. En un calendario abarrotado de hitos económicos, los sindicatos habían explicado la convocatoria del jueves porque era la víspera del Consejo de Ministros que aprobaría el proyecto de presupuestos para este año. Pero en realidad el Gobierno convirtió el ajuste de las cuentas públicas en la respuesta que lleva la huelga general a la frustración, aunque también al descontento social. Esos son los estados de ánimo entre los que oscila una población que no alcanza a sentirse angustiada, pero que experimenta un empobrecimiento silente mientras se pronostica un incremento del paro.
Es el momento en el que Rajoy tendría que comenzar a gobernar; aunque en una semana tan crucial solo se le haya oído la confidencia a Obama de que él y sus hijos estudian inglés y el anuncio de la reducción media del presupuesto para los distintos ministerios. Hasta ahora las decisiones del Gobierno parecían predeterminadas por el dictado exterior. Se trataba de asegurar un margen de confianza por parte de los socios europeos, de las instancias financieras internacionales y de los mercados. Pero cuando Rajoy parecía haber conquistado el plácet general han comenzado los problemas de un círculo infernal. La economía española vuelve a estar en el punto de mira de todos los que la veían con una mezcla de desconfianza, prejuicio y avidez. La cosa no tiene fácil escapatoria. Los mismos que reclaman austeridad no se cortan a la hora de mostrar su escepticismo respecto a que España pueda crecer con tantas apreturas fiscales.
El gobierno Rajoy cometería un error grave si se dejara llevar por la autosuficiencia que le brinda la mayoría absoluta y el control sobre la mayor parte de las administraciones autonómicas y locales. Los aciertos de la política se bareman en términos económicos en medio de una segunda recesión. Es ahí donde surge el vértigo, porque el activismo reformador no asegura que los efectos de las medidas de ajuste y cambio aplicadas vayan a ser socialmente beneficiosas ni siquiera a medio plazo. Es más, en tanto que el ‘mantra’ gubernamental de la creación de empleo como objetivo acapara el espacio propio de un debate inexistente, en la opinión pública se extiende la justificada sensación de que quienes impulsan recortes y reformas no se hacen cargo de sus consecuencias. El argumento menor de que las medidas adoptadas por el gobierno Rajoy persiguen la equidad no resiste tan fácilmente la crítica de que los presupuestos constituyen un reparto sociológicamente clientelista de las cargas de la consolidación fiscal.
Este es también el momento en el que la oposición socialista, prácticamente inédita, debiera ser capaz de articular su política en términos positivos. No ya como el adelanto de una alternativa a fraguar durante un tiempo que se eternice, sino como disposición constructiva para sacar al país del atolladero. El gran error del socialismo o, si se quiere, su mayor muestra de debilidad sería que se sentara a esperar –como sin duda lo hizo el PP ante el declive de Zapatero– a que las convulsiones financieras por un lado y el malestar social por el otro acaben reduciendo la ventaja de salida con la que cuenta Mariano Rajoy. El mantenimiento de la Junta de Andalucía y sus opciones para volver al gobierno de Asturias no servirán más que para un consuelo transitorio si el PSOE se agazapa tras la movilización sindical y espera a que sean UGT y CC OO quienes establezcan la pauta de oposición y de erosión respecto al partido gobernante.
Resulta muy difícil imaginar que el PP, dándose cuenta de que la alianza entre PSOE e Izquierda Unida en Andalucía va para adelante, pudiera decidirse a facilitar la designación de Griñán como presidente de la Junta permitiendo que gobierne en solitario a cambio de un compromiso de disciplina presupuestaria. Tan difícil como imaginar que el socialismo andaluz y el federal estuvieran dispuestos a avenirse a un acuerdo de ese tipo. No hay forma más contundente de reafirmarse en las verdades propias que negándose a buscar el apoyo de los demás o a concedérselo. Algo de eso ocurre con el ninguneo al que el gobierno Rajoy está sometiendo a las organizaciones sindicales y con el rechazo total que éstas muestran hacia las iniciativas del Ejecutivo.
Aunque el empeño que desde algunos ámbitos del poder político –en especial de Esperanza Aguirre– y desde algunos sectores de influencia se pone para desacreditar a los sindicatos no es la única causa de la mala prensa que afecta a las centrales sindicales. Méndez y Toxo fueron prudentes al reconocer que CC OO y UGT habían propiciado el cauce para una respuesta que pertenecía a los trabajadores. Pero sus organizaciones no han sido interpeladas únicamente para que adecuen sus estrategias a las condiciones de la globalización en busca de la máxima eficacia reivindicativa. Están también obligadas a ceñirse a la representación de intereses tasados, no necesariamente comunes o generales, y a hacerlo mediante estructuras internamente democráticas y en condiciones de absoluta transparencia.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 31/3/12