Agustín Valladolid-Vozpópuli
- García Ortiz ya es pasado, pero con la sentencia que le condena Gobierno y costaleros van a intentar fabricar una nueva operación de descrédito de la Judicatura
Hubo un tiempo no tan lejano en el que la credibilidad de los periodistas se medía por la constancia con la que le buscaban las vueltas al poder. Fuera este el que fuera. Daba igual si lo que se publicaba aparecía en un medio considerado progresista o conservador. Recuerdo como si fuera ayer el surtido repertorio de noticias que sellaron el fin del felipismo en 1996. Era este, el de la tenacidad colindante no pocas veces con la cacería, un método de valoración sin duda imperfecto, y hasta engañoso, porque la agresividad de algunos era precisa correa de transmisión de la estrategia de los adversarios políticos o económicos acumulados por aquel gobierno socialista.
Muchas de las revelaciones que entonces se destaparon tenían el indisimulable sello de la oposición, liderada entonces por un José María Aznar que nunca digirió su inesperada derrota en las generales de 1993. Otras fueron fruto de la soberbia vengativa de personajes discutibles, cuando no detestables. Alguno sigue sin superar el trauma. Pero a nadie se le ocurrió desacreditar por fachas a los profesionales que publicaron hechos que, en su mayoría, pasado el tiempo, se demostraron ciertos.
El periodismo es un tocapelotas o no es periodismo. Los periodistas “son las arenas movedizas” de la Conversación en La Catedral de Vargas Llosa. A ciertos amigos que se dicen de izquierdas y me amonestan por lo que consideran una excesiva inclinación a criticar el actual poder político, les replico que no puedo elegir, que es mi obligación, y que si algún día vemos a Núñez Feijóo en el Gobierno, haré lo mismo, y le recordaré cien veces, si fuera preciso, lo que prometió y no cumplió; y le reclamaré, entre otras cosas, lo que a mí me parece más importante y que no encuentro entre las prioridades del PP: que ponga en marcha un proceso de regeneración que acabe con el poder omnímodo de los partidos políticos.
Una cruenta pelea en la que no se hacen prisioneros
Viene todo esto a cuento de lo que llevo tiempo queriendo comentar y que con tanto aniversario lo he ido atrasando. Tiene que ver con el desprestigio de la profesión periodística que reflejan las encuestas. Un descrédito que avanza en paralelo al de la clase política y está directamente relacionado con el descarado alineamiento de ciertos medios, públicos o privados, y bastantes periodistas, con las posiciones ideológicas de los distintos partidos. Es una tendencia que se ha acentuado de forma alarmante desde que Pedro Sánchez se hizo con el poder. Desde el principio, el presidente del Gobierno ha entendido la acción política como una cruenta pelea en la que no conviene hacer prisioneros. Y los medios han sido su principal campo de batalla; y objetivo prioritario.
De modo que no nos podemos quejar. Los medios hemos gozado de un trato preferencial por parte del Gobierno. Si la estrategia de abordaje ordenada por Sánchez en otros entornos de poder -económicos, judiciales, culturales…- ha tenido mayor o menor fortuna, lo que ha provocado en el mundo del periodismo es una confrontación nunca vista; una hostilidad convertida a diario en bochornoso espectáculo y que, en perfecta ósmosis con las distintas posiciones políticas en combate, enfrenta a activistas de uno y otro signo (sobre todo en las televisiones) y ocasiona un daño irreparable a un periodismo en retirada.
‘Golpe de Estado judicial’
Y también viene todo esto a cuento -la gota que ha colmado el vaso- de la increíble campaña que contra la decisión del Tribunal Supremo de condenar al hasta ahora fiscal general del Estado ha puesto en marcha el Gobierno y en la que han participado con entusiasmo algunos colegas. Ahora resulta que el resultado de la votación, 5 a favor de la condena y 2 en contra, reduce la legitimidad de la decisión. Ahora resulta que magistrados que han juzgado y condenado a miembros del PP, que a pesar de las presiones recibidas en su día no miraron hacia otro lado ante abusos policiales, han dado un golpe de Estado judicial.
Ahora, en fin, resulta que para ciertos medios Andrés Martínez Arrieta, presidente de la Sala Segunda, número uno de su promoción y defensor de la justicia restaurativa; el magistrado Manuel Marchena, al que Sánchez pidió en 2018 y 2020 que aceptara el cargo de presidente del Consejo del Poder Judicial y del Supremo, y al que en otras tres ocasiones se le ha ofrecido formar parte del Tribunal Constitucional; Carmen Lamela, ex alto cargo del Ministerio de Justicia en los gobiernos de Rodríguez Zapatero; Antonio del Moral, ponente de la sentencia que condenó a Iñaki Urdangarin; o Juan Ramón Berdugo, uno de los juristas cuyas decisiones han contribuido a reforzar la lucha contra la violencia de género, son, todos ellos, unos fachas resentidos.
Sorprendentemente, una de las banderas de enganche de esta desaforada crítica contra el Supremo está siendo la celeridad con la que el tribunal ha hecho pública la condena que castiga el irresponsable e ilegal comportamiento del fiscal general, que no la sentencia. Como si hubiera un interés oculto y obviamente malicioso en tanta presteza. Y lo han criticado gentes que saben perfectamente que esta es una práctica común en casos de gran impacto social que recomiendan la sosegada redacción de los argumentos jurídicos; profesionales que son conscientes de que es una forma de evitar filtraciones indeseadas.
Una comprensible anticipación de la condena
Además, da la impresión de que el Supremo, al adelantar los términos de la condena que inhabilita a Álvaro García Ortiz, persigue otros objetivos bastante razonables. A saber: 1) Tras lo conocido en el proceso de instrucción y lo visto en el juicio oral, el tribunal despeja de este modo cualquier duda o especulación sobre la existencia de una mayoría que ve base jurídica suficiente para suscribir la condena; 2) Bloquea cualquier intento de ulterior presión (ya han tenido que soportar bastantes) sobre los miembros de la sala; y 3) Anticipa el resultado para así tener la opción de hacer pedagogía y poder replicar en la sentencia misma, y ante la avalancha de críticas, aquellas que considere más graves o simplemente mejor fundamentadas.
Sin la menor duda, los argumentos técnicos de la sentencia que condena a García Ortiz van a ser los más controvertidos y examinados de la reciente historia del Supremo. La Oposición cargará la mano en cualquier rastro de responsabilidad achacable al Gobierno. Y este, en cualquier resquicio por el que pueda introducir una sombra de interés partidista e ilegitimidad contra el tribunal sentenciador.
García Ortiz ya es el pasado, pero no así la sentencia que le condena, sobre cuyo contenido, como ya ha avanzado para que no haya dudas el titular de Justicia, Félix Bolaños, se va a intentar fabricar una operación de descrédito del Tribunal Supremo a la que se sumará, solícita, la habitual caballería mediática. Y es que la protección de la independencia de los poderes del Estado es una cuestión menor cuando los dardos de la Justicia te pasan rozando.