Manuel Montero-El Correo
Euskadi representa la estabilidad, quién lo iba a decir, pero lo sucedido tras el 26-M en el resto de España ha resultado caótico, con vueltas y revueltas cuyo desenlace era previsible
Tras la vorágine electoral, esto va poco a poco. Primero, los ayuntamientos; después, las autonomías; por último, el Gobierno. De abajo arriba. No hay pactos globales, ni se conciben. Lo local acabará influyendo decisivamente en los niveles más altos. No es que los concejales hayan hecho de su capa un sayo y atendido sólo a sus expectativas inmediatas, pues los partidos han impuesto sus directrices, con algunas indisciplinas. Sí que la nueva estructura de poder, cuando se consolida el multipartidismo, ha comenzado a enhebrarse a partir de la resolución del puzle local. Esta condicionará los pactos autonómicos y los acuerdos de los que salga el Gobierno. No resulta verosímil una inversión de planteamientos cuando las cosas vayan a mayores.
Se ha recompuesto el poder municipal con un mapa modelo popurrí y emoción en la fase final, que se afrontó sin saber qué pasaría con muchos ayuntamientos. Gustan las jornadas de pasión y alguna sorpresa, pero a la democracia le sienta mejor la previsibilidad: que se sepan pactos, compromisos y programas. A la luz pública. No ha sucedido. Han sobreabundado las líneas rojas, los cercos sanitarios, el ‘con este nunca jamás’, antes morir que pecar… y acuerdos cuyo contenido aún se desconoce.
A la hora de la verdad, las expectativas de tocar poder trituran las prevenciones. ¿Alguien ha pactado qué harán? No ha sido un espectáculo edificante. Para la mayoría de los ayuntamientos se desconocen los puntos programáticos, más allá del reparto del poder. Así, han resultado pintorescos el proceso y el resultado, ese mapa de colorines cuya cabal interpretación exige estar en el secreto de las interioridades locales.
La excepción ha sido el País Vasco, donde los pactos han sido previsibles. ¿El oasis vasco? En realidad, aquí el pacto no es novedad. Pese al carácter agónico que tenía la política vasca y la costumbre de vapulearse a la menor, ya en los años 90 el pacto era habitual, consecuencia de la fragmentación política. Hay entrenamiento, por tanto.
Se ha escrito con razón que el pacto PNV-PSE representa la centralidad vasca y asegura la estabilidad para cuatro años, una eternidad dados nuestros precedentes. Ambos firmantes han sido leales al acuerdo y no se han hecho jugarretas sobre la marcha. Sin embargo, cabe augurar que la idea de centralidad la rentabilizará el PNV. Ha sucedido otras veces y no hay razones para suponer que se romperá la inercia, máxime en una coyuntura en la que suben sus votos y acumula poder a mansalva.
El PSE gana ayuntamientos simbólicos -Andoáin y Pasaia- donde fue brutalmente acosado por el terrorismo y sus secuaces, pero su capacidad política depende del pacto con el PNV, más que a la inversa. Bildu sigue en pérdidas. Salva la cara gracias a sus alianzas con Podemos -la aportación de este a la política vasca- en alguna localidad relevante, pero queda circunscrito al interior y pequeñas poblaciones costeras de Guipúzcoa y las limítrofes de Vizcaya. Conformado como un mundo aparte, adquiere el aspecto de un gueto defendiendo su bastión. Casa mal con un movimiento que se otorga a sí mismo la misión de avanzar hasta transformar Euskal Herria.
Euskadi representa la estabilidad, quién lo iba a decir, pero lo sucedido el último mes en el resto de España ha resultado caótico, con vueltas y revueltas cuyo desenlace era previsible atendiendo no a lo que decían los mandos sino a las expectativas de poder.
Paradójicamente, el partido que mejor ha gestionado este interregno, de las elecciones municipales a la constitución de los ayuntamientos, ha sido el PP. Se pegó el gran batacazo, pero ha saldado con nota estas negociaciones. Logra retener algunos enclaves que parecían perdidos y recupera Madrid, la joya de la corona, con lo que resiste la marea socialista que parecía anegarlo todo. El PSOE mejora posiciones respecto a hace cuatro años, pero el triunfo de la derecha en poblaciones como Madrid, Zaragoza o Granada le dejan un regusto amargo: de las siete mayores ciudades sólo Sevilla tiene alcalde socialista.
Podemos se hundió en las elecciones y no ha levantado cabeza-se ha dedicado a suplicar un ministerio, pero eso no es negociar ayuntamientos-. Al contrario: ha escenificado su pérdida de poder e influencia. Su ámbito sólo se mantiene en tres capitales, Barcelona, Cádiz y Zamora, sin que quepa atribuirlo a su línea oficial. Escasa de apoyos, la alcaldesa de Barcelona se dice incómoda por los votos de Vals, sin renunciar por ello. ¿Se considera ilegítima? ¿Predestinada? El dislate remata el surrealismo catalán: no está bien morder la mano de quien te sostiene.
Lo más incomprensible ha sido la política negociadora de Ciudadanos. En tiempos se apuntaba a la centralidad y a partido bisagra. A la hora de la verdad ha renunciado a este papel, imposible si anuncias que nunca jamás negociarás con el actual PSOE. Así, quedaba en manos del PP -al que quería sustituir con menos concejales-, endosándole la misión de librarle del ridículo logrando pactos simultáneos y soterrados con Vox, al que también estigmatizaba. Eso, o cargar con la responsabilidad de que, donde había ganado la derecha -adscripción que asumió sin más-, se hicieran con el poder PSOE o Podemos, eventualidad que hubiese asombrado a sus votantes. Ha tocado poder y consigue alguna localidad importante -todo es posible en Granada-, pero se ha dejado en la gatera los pelos de la centralidad. Además, la forma en que lo ha conseguido, a la chita callando, no levanta entusiasmos.
Total, que a la hora de la verdad el poder es el poder.