Cada vez que se atasca la interlocución con Junts, el Gobierno recurre a una nueva zanahoria para retener el favor de Carles Puigdemont y dar un aparente nuevo impulso a este perpetuo juego del gato y el ratón entre Pedro Sánchez y su socio preferente.
El Gobierno está inmerso en los preámbulos de la elaboración del proyecto de Presupuestos Generales del Estado para 2026, que Sánchez se comprometió a presentar para insuflar aliento a la Legislatura.
Pero algunos de sus socios están esquivando la negociación de esta fase incipiente de las cuentas públicas.
Entre ellos, Junts, que antes de sentarse a despachar ninguna nueva cuestión exige avanzar en las carpetas pendientes.
A saber, el «blindaje definitivo del catalán» tanto en España como en la UE, el «traspaso integral» de las políticas de inmigración a la Generalitat, el impulso de «una verdadera financiación singular» para Cataluña, y la implementación completa de la Ley de Amnistía.
Y el empantanamiento de las conversaciones con el Gobierno se ha visto agravado después del rechazo del Congreso a la reducción de la jornada laboral el pasado miércoles, que provocó un agrio enfrentamiento de Yolanda Díaz con los de Puigdemont, susceptible de dinamitar definitivamente los puentes con Waterloo.
El cebo escogido esta vez para recuperar a Puigdemont para la ecuación parlamentaria de Sánchez ha sido la aceptación por parte del Gobierno de unas enmiendas al Proyecto de Ley de Atención al Cliente.
El objetivo es que el catalán tenga rango de lengua oficial de facto en los servicios de atención al cliente de empresas con más de 250 empleados o 50 millones de facturación anual.
De modo que, ante el enésimo fracaso de la iniciativa de Albares para lograr el reconocimiento del catalán como lengua oficial en la UE, que permanecerá estancada sine die, todavía queda la otra parte de la exigencia de Junts: el «blindaje definitivo del catalán en España».
A instancias de los separatistas, el Gobierno pretende que las grandes empresas estén obligadas a atender en catalán «siempre que el cliente lo solicite».
Después de que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña tumbase hace una semana buena parte del decreto que blindaba el catalán como la única lengua vehicular en la escuela de la región, pudiera parecer que el injusto modelo de la inmersión lingüística está abocado a sufrir un repliegue.
Pero, gracias al pacto de este martes, la inmersión lingüística podrá llegar, a través de los call centers, a las empresas de toda España.
Al igual que en el caso de la financiación singular, vuelve a ser el conjunto de los ciudadanos el que se verá obligado a sufragar los arreglos con los que Sánchez mancomuna los gastos de sus concesiones al nacionalismo.
Porque, en virtud de este acuerdo, los trabajadores de atención al cliente de empresas que den servicios públicos «deberán recibir formación obligatoria en catalán» para garantizar el derecho lingüístico de los consumidores a ser respondidos en la lengua con la que se hayan expresado.
Es decir, que las compañías tendrán que soportar el aumento de costes que acarreará este nuevo impuesto catalán.
No deja de sorprender la afición del Gobierno de Sánchez a endosar constantemente cargos adicionales a las empresas españolas, después del incremento del salario mínimo, el aumento de las cotizaciones sociales o la proyectada reducción de la jornada laboral.
La política del café para todos con la que Sánchez sale al paso de las reclamaciones lingüísticas de Junts plantea el problema de hasta dónde alcanzará esta subasta nacionalista, en un país cuya diversidad idiomática puede suscitar agravios comparativos ante el fomento gubernamental de una lengua en exclusiva.
Siguiendo la lógica de este delirio identitario que desnaturaliza la cooficialidad de las lenguas regionales, ¿por qué no obligar también a todas las empresas a atender en euskera y en gallego?
O ¿por qué Cataluña, como este mismo lunes, puede seguir abriendo embajadas en el extranjero, pero los valencianos no son acreedores del derecho a ver su lengua oficializada en la UE?