JESÚS LAÍNZ – LIBERTAD DIGITAL – 10/12/16
· Ese grito inventado arroja todo el guión por la borda a cambio de pagar un tonto peaje a la corrección política.
Aquí hablaremos poco de cine, pues preferimos dejar en manos de los entendidos la tarea de juzgar la película desde el punto de vista cinematográfico. Y vaya por delante que 1898: Los últimos de Filipinas es una película más que notable, sobre todo si se compara con las mediocridades a las que nos tiene acostumbrados el cine español.
Tócanos a nosotros hablar un poco de historia, y sobre todo de opiniones sobre historia. Porque en esto, como en tantas otras cosas, sobre todo en las relacionadas con la política, todo el mundo tiene opiniones. Pero casi nadie tiene argumentos. Y lo más triste es que, en los pocos casos en los que se despliegan argumentos, éstos suelen elaborarse a partir de convicciones previas, con lo que poco sitio queda para el razonamiento y el conocimiento.
Nos encarrilará en nuestras reflexiones Luis Tosar, que encarna magníficamente al protagonista del sitio de Baler, Saturnino Martín Cerezo. «No me gusta la palabra patria, se han hecho atrocidades en su nombre», acaba de declarar. Quizá cupiese preguntar a este gran actor y candidato del BNG y de Galeusca si dicha palabra le disgusta en cualquier circunstancia o solamente cuando se refiere a España.
Pero es cierto: en nombre de la patria se han cometido muchas atrocidades. Pero no sólo en España, patria particularmente perversa según demasiados españoles, sino en todas partes y en toda época. Sin salir de Filipinas, los liberadores yanquis sostuvieron una nueva guerra de cuatro años en la que, junto a quema de cosechas, exterminio de ganados, campos de concentración y otras medidas para someter a la población hostil, el número de muertos ascendió, según fuentes estadounidenses, a 4.234 soldados americanos y más de 16.000 combatientes y 210.000 civiles gugus, término con el que denominaban despectivamente a los filipinos. Nada semejante sucedió en los cuatro siglos de dominio español sobre aquel archipiélago.
Además, en nombre de la patria también se han realizado grandes hazañas, si bien esto no suele ser mencionado, sobre todo por labios progresistas. Por otro lado, también se han cometido tremendas atrocidades en nombre de la libertad, y de la igualdad, y de la fraternidad, y de la democracia, y de la revolución, y de tantas otras palabras bendecidas por la conciencia universal. Pero esto tampoco suele mencionarse.
Otro elemento que no puede faltar en una película española es la contemporaneización de personajes, actitudes y palabras. Porque –¡qué raro!– el cura es drogadicto y descreído, los personajes juran hasta cuando no viene a cuento, y las frases más importantes del guión, que casi acaban cargándose la película, son previsibles muestras del antibelicismo más vulgar y el antipatriotismo más cansino.
Ya advirtió Balzac hace dos siglos que una de las más detestables costumbres de los espíritus liliputienses es la de suponer en los demás sus propias ruindades. Porque, efectivamente, la mayor parte de los artesanos de la cultureta, desde su rasante perspectiva, suelen tener dificultades para comprender que hombres que no son ellos, sobre todo los que vivieron en otras épocas y circunstancias, podían pensar, sentir y hablar de manera distinta.
Pues, aunque a algunos les resulte inadmisible, parece probable que en la España del siglo XIX hubiera clérigos de comportamiento coherente con su condición; y personas que no estuvieran escupiendo continuamente la jerga de la chusma televisiva del siglo XXI; e incluso militares tan zafios y primitivos que cumplieran con su deber y que estuvieran dispuestos a darlo todo, incluidas sus vidas, por esa patria que tanta alergia les da a nuestros aguerridos paladines de la corrección política. Llegados a este punto, merece la pena recordar que el general Frederick Funston, uno de los principales comandantes del bando enemigo, escribió a propósito de la primera edición en inglés del relato de Martín Cerezo sobre lo sucedido en Baler:
Deseo que cada uno de los oficiales y soldados de nuestro ejército lea este libro. El que no se sienta animado a grandes hechos por este modesto y sencillo relato de heroísmo y devoción al deber, debe de tener corazón de liebre.
Lamentablemente, esta gran película, que alcanza un momento sublime con la capitulación y el emocionante «Han sido cuatro siglos» del comandante filipino, acaba convertida en un panfleto a causa de dos frases, breves pero contundentes, pronunciadas al final. La primera es el deseo de Martín Cerezo de ser expulsado del ejército, palabras ahistóricas e improbables en quien recibiría la Cruz Laureada de San Fernando y acabaría su carrera de general. Y la más importante de todas, la puesta en labios de uno de los personajes ficticios, el valiente pero cruel, disciplinado pero envidioso, eficaz pero vengativo sargento Jimeno, interpretado por Javier Gutiérrez. Pues, sin venir al caso, pone la guinda al épico relato con un gratuito «¡A la mierda España!» que arroja todo el guión por la borda a cambio de pagar un tonto peaje a la corrección política.
Pero ya metidos en asuntos de la mierda, ese lugar al que el guionista cubano envía a España a través del sargento Jimeno, algún dato histórico al respecto hemos conservado, efectivamente, de aquellos días. Por ejemplo, el soldado sabadellense Dionisio Torruella Alujas, cuya correspondencia durante la guerra de Cuba se editó hace algunos años, escribió estos versos a su hermana en octubre de 1898:
Ya sabrás hermana mía / que se acabó la campaña
y que volvemos a España / con muchísima alegría.
Irá la bolsa vacía / pero alegre el corazón,
y aunque por esta ocasión / la isla de Cuba se pierda,
que vaya Cuba a la mierda / y viva nuestra nación.
Mierdosa premonición, vive Dios, tan de actualidad en estos días de luto por el caudillo vitalicio y hereditario de la experla del Caribe.
El ejemplo está entresacado, por cierto, de entre otros muchos posibles, con la mejor de las intenciones de este siempre bienintencionado juntaletras: ¡uno de Sabadell hablando de España como su nación! ¡Ave María purísima…! Y aprovechemos la ocasión para recomendar a los sostenedores de la plurinacionalidad del Estado Estatal que no se les ocurra urgar en viejos papeles, no vaya a ser que encuentren lo que los catalanes escribían en aquellos días –por ejemplo el poeta Francisco Camprodón («las barras de Catalunya / sont sempre’ls puntals d’Espanya»)– y acabe dándoles un telele.
Ya metidos en harina, no sería honrado dejar de recordar el papel destacadísimo que representó Cataluña en la explotación y defensa de las últimas provincias de ultramar, pues la metrópoli colonial de la época no fue otra que Barcelona, ciudad en la que se encontraban afincadas empresas tan importantes como la Compañía Trasatlántica, monopolizadora del transporte marítimo oficial entre Barcelona y Manila, el Banco Hispano Colonial o la Compañía General de Tabacos de Filipinas. Y catalán fue Víctor Balaguer, ministro de Fomento y Ultramar que se distinguió por su defensa a ultranza de la presencia española en el archipiélago que el vasco Legazpi ganara para Felipe II.
Barcelona se distinguió por sus homenajes a los generales Weyler y Polavieja. Sonrojémonos un poco con lo relatado por La Vanguardia el 14 de mayo de 1897 sobre el multitudinario recibimiento a este último, «militar insigne que con su valor y pericia tan alto ha puesto el nombre español en Filipinas»:
Con el más vivo entusiasmo y con todo el interés que nos inspiran estos heroicos y anónimos hijos de España, unimos nuestro aplauso a los que espontáneamente resonaron en la mañana de ayer en honor de estos soldados que vertieron su sangre en defensa de los derechos de la nación.
Finalmente, ya que de los Últimos de Filipinas se trata, rindamos desde aquí homenaje a los cuatro catalanes que se encontraron entre aquellos treinta y tres: José Pineda Turá, de San Feliù de Codines, Pedro Vila Garganté, de Taltaull, Ramón Mir Brils, de Guisona, y Pedro Planas Basagañas, de Sant Joan de les Abadesses. Este último, en flagrante acto de traición a la nación catalana, tuvo tiempo durante el asedio para componer el Himno de Baler:
Somos del 2º nobles soldados, / dignos seremos del Batallón.
Siempre en la brecha nos encontramos / dando la vida por la nación.
Viva el monarca que nos gobierna. / Viva la insignia del Batallón.
Viva España la hidalga tierra. / Sea primero nuestro pendón.
Pero no podemos poner el punto final a estas líneas sin una última mención a Saturnino Martín Cerezo. Pues en el memorable año de 1936 los defensores de la democracia y la legalidad fueron a buscarle a su casa. Pero como lo encontraron muy enfermo en su cama, allí lo dejaron y prefirieron llevarse a su hijo, de diecisiete años, de paseo hasta Paracuellos.
Sirva esto como humilde aportación a la memoria histórica.