Una vez detenidos los delincuentes que se beneficiaron del chivatazo, no cabía duda que los trapicheos en el bar Faisán, si bien podían ser tachados de torpeza –con el fin de no obstaculizar el ‘proceso’–, no así de «colaboración con banda armada» ni de «revelación de secretos». La torpeza no es delito.
Difícil resulta, vistas las noticias que ocuparon la pasada semana la atención de los medios, no evocar el poema que Antonio Machado encabezó con el verso de «La España de charanga y pandereta». Data de la segunda década del pasado siglo XX, pero el poeta andaluz muy bien podría haberlo escrito ayer mismo. Si así hubiera sido, estoy seguro de que, a los calificativos que con gran profusión utiliza en el poema, les habría añadido los de ‘cotilla’ y ‘chapucera’.
Admito que, al desarrollar mi razonamiento, habré de nadar a contracorriente de ese ‘frenesí Wikileaks’ que tiene arrebatada en los últimos tiempos a la sociedad española. Trátese de las vidas privadas de las personas o de las iniciativas que se acometen desde las instituciones públicas, el cotilleo, en un caso, y la transparencia total, en el otro, se han convertido en los únicos criterios del buen proceder. Nada hay que no deba ser desvelado, toda vez que tanto el vecino como el ciudadano gozan de un ilimitado derecho a conocer. «Todo siempre a la vista de todos» es el lema por el que se rige esta nueva actitud.
Nos encontramos así frente a un esperpento que está alcanzando proporciones alarmantes estos últimos días. Me refiero a la tragicomedia que está representándose, en el escenario político-judicial, en torno al llamado ‘caso Faisán’ y a los encuentros que interlocutores del Gobierno y de ETA celebraron durante el último proceso que se denominó de paz. Rara vez la política y la judicatura habían caído tan bajo, pese a que el listón llevaba ya tiempo a ras de suelo.
El despropósito comenzó esta vez, hay que reconocerlo, en foro judicial, si bien contó, como suele ser el caso por estos pagos, con el aliento de la política. Desgajada la pieza referida al ‘chivatazo’ respecto de la causa global del ‘caso Faisán’, un juez tomó la decisión de atender, en contra de la opinión del fiscal, la solicitud presentada por varias acusaciones populares, entre las que se encontraban el PP y Dignidad y Justicia, en orden a impedir el archivo de la citada pieza, que estaba a punto de ser decretado. A partir de esa decisión, lo que debía haber permanecido a cobijo de la opinión pública -personas, reuniones y documentos- ha sido aventado en la plaza del pueblo al albur de todos los vientos. La política ha hecho luego su labor.
Comenzando por el juez, bien podría éste haber dudado de la recta intención de la acusación popular, que, cuando actúa en solitario, es, por principio, merecedora de todo recelo. Habría tenido para ello el aval de aquel tan famoso como olvidado auto del Tribunal Supremo de 7 de diciembre de 2006, en el que, al decretar la inadmisión a trámite de la querella de Manos Limpias contra el presidente del Gobierno por haber permitido conversaciones con ETA, dejó establecido un par de cosas que vienen al caso como anillo al dedo.
En primer lugar, que «los datos que ofrece el querellante… no son susceptibles de incardinarse en los tipos penales que cita ni en ningún otro». Pues bien, también en este caso, una vez detenidos aquellos delincuentes que se beneficiaron, a causa del chivatazo, de un escaso mes y medio de prórroga en libertad, no cabía ya duda de que los trapicheos que se produjeron los días de autos en el entorno del bar Faisán, si bien podían ser tachados de torpeza cometida con el fin de no obstaculizar el proceso de diálogo en curso, no se merecían de ningún modo la calificación ni de «colaboración con banda armada» ni de «revelación de secretos». La torpeza no es delito.
Pero hay más. Si el juez hubiera hecho caso al citado auto del TS, podría haber aplicado a la solicitud de las acusaciones populares también aquello de que «vendría a ser un fraude constitucional que alguien pretendiese, mediante el ejercicio de la acción penal, corregir la dirección de la política… del Gobierno». Porque eso y no otra cosa es lo que pretendían, y han logrado, tales acusaciones, cuyas intenciones le debían haber sido conocidas al juez por sus hechos pasados.
Resulta así que, denegado el archivo de las diligencias, todo el proceso de diálogo para el final de la violencia, que es un proceso de naturaleza eminentemente política, ha quedado judicializado. Un juez revuelve y airea reuniones y documentos que mucho mejor estarían preservados de sus ojos y de los de la opinión pública. Nos convertimos con ello en un país estrambótico, que no puede por menos que causar asombro a los demás de nuestro entorno. Porque a ninguno de éstos se les ocurriría permitir «el fraude constitucional» de «corregir, mediante el ejercicio de la acción penal, la dirección de la política del Gobierno».
Sobre este tigre judicial desbocado lleva ya un año cabalgando la oposición del Partido Popular. Su diputado Gil Lázaro, desconocido hasta entonces, se había hecho famoso por las preguntas que cada semana formula al ministro del Interior sobre el mismo asunto. Pero ahora, levantado el secreto del sumario y avivada la hoguera con las actas de ETA con que la atiza la prensa amiga, lo que todavía podía considerarse oposición amenaza con acabar en auténtico enloquecimiento. Agotado, al parecer, el argumento económico por la retirada de Zapatero, se azuza el antiterrorista para machacar al posible sustituto. Nada importa que el nuevo tema, rescatado de un pasado infame, haya probado ya su ineficacia como incentivo electoral ni que corra el riesgo de desestabilizar los acuerdos entre populares y socialistas en Euskadi o de dejar hecho unos zorros el consenso antiterrorista que había funcionado a lo largo de toda la legislatura y que era en estos momentos más necesario que nunca en vista del posible desistimiento definitivo de ETA. Sólo importa destruir al adversario.
«El vano ayer engendrará un mañana / vacío y ¡por ventura! pasajero», predecía Machado en el citado poema. Pero se equivocaba. Renace otra vez, sólo que cien años más vieja, la misma «España de charanga y pandereta».
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 4/4/2011