JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

  • El órgano de gobierno de los jueces atrajo indefectiblemente el interés codicioso de los partidos. Donde hay poder, allí colonizan. Todos, ¿eh?

Si alguna conclusión nítida puede derivarse de los más de cuarenta años de rodaje de la Constitución española de 1978 es la de que el sistema que ésta implantó para garantizar la independencia de los jueces -el tan traído y llevado Consejo General del Poder Judicial- ha sido un rotundo fracaso. Sin paliativos. Basta ver su situación actual, de esclerosis funcional manifiesta y, sobre todo, basta escuchar la opinión ciudadana sobre la independencia judicial, que es la de que existe muy poca porque los partidos políticos han colonizado el sistema a través del control del CGPJ. La situación ha llegado a un punto en el que, probablemente, lo más sensato sería suprimir el Consejo mismo y devolver sus competencias al Ministerio de Justicia. Aunque es una solución imposible: ningún poder acepta su desaparición, la inercia institucional lo garantiza.

En este fracaso existe, probablemente, un error inicial de concepción de cuáles eran las cuestiones en juego cuando se abordó el tratamiento del Poder Judicial: que no era directamente un problema de democracia, sino uno de independencia. El valor a garantizar era y es la independencia del juez que juzga, una independencia que es individual y solitaria. Es la independencia del juez, no la de su órgano de gobierno. Pero se puso el punto de mira en éste y no en aquel, y con esa confianza maravillada e ingenua que en 1978 se tenía en el ‘autogobierno’ como bálsamo de fierabrás, se decidió confiar el régimen de nombramientos y disciplina de los jueces a ellos mismos.

El autogobierno garantizaba el control democrático de los jueces, ¡oh, maravilla!, y el de las universidades el suyo… pero nadie cayó en la cuenta de que no garantizaba la independencia del juez aislado y solitario, quien seguía sujeto a un control ajeno. Igual que no garantizaba la calidad del profesorado universitario. Y es que el problema no era el de democratizar el control de la carrera judicial, sino el de reducir al mínimo las posibilidades de control porque podían usarse en contra de la independencia. Y sucedió lo predecible: el órgano de control atrajo indefectiblemente el interés codicioso de los partidos políticos. Está en su naturaleza, no es su culpa, donde hay poder allí colonizan. Y lo colonizaron, vaya que sí. Todos, ¿eh?

El juez individual o tribunal colegiado, que son los que precisan de independencia, están hoy acogotados por el control del CGPJ: porque controla su carrera al manejar el régimen de ascensos y nombramientos para altos cargos, y porque a través del régimen disciplinario le puede hacer la vida imposible. Es un hecho que la mayoría de los jueces se resisten a toda presión de arriba, incluso renuncian a hacer carrera para no pagar precios y peajes, pero existen suficientes ‘juristas de corte’ como para participar en el tejemaneje político partidista y «mancharse un poco la toga con el barro del camino», como lo dicen bonitamente.

La situación ha degenerado de tal forma que la Comisión Europea ha tomado cartas en el asunto y exige poner en marcha el Consejo modificando el régimen de nombramiento de sus miembros para que no dependa de los partidos ni del Parlamento. Probablemente es ya tarde, pero más vale seguir las instrucciones de un tercero ajeno al reparto del pastel que escudarse en argumentaciones capciosas y desenfocadas. Como lo es el que la selección y designación parlamentaria garantiza mejor la democracia del órgano que la designación por los propios jueces. No porque este argumento sea falso, sino porque equivoca al ciudadano al describir mal el problema: no es cuestión de más democracia, sino de menos. Es cuestión de independencia.

Exactamente lo mismo que cuando se discute de la televisión pública: reclamar que la inspiración de los programas y la gestión de los comunicadores responda exactamente a la composición política del Congreso, y que queden proscritos esos extraños seres que todavía creen en la objetividad como meta ideal de la comunicación, es tanto como no entender que el valor de la comunicación se funda en su independencia.

Al final hay algo muy obvio: si los poderes independientes que construyen el sistema democrático de contrapesos (sea el CGPJ, la Comisión de Competencia, el CIS o el Tribunal Constitucional, u otro) quedan sometidos a la lógica de control por las formaciones parlamentarias en proporción a sus fuerzas, entonces esos órganos no sirven para nada útil, no pueden cumplir su función propia. Con más democracia aplicada donde no procede, se obtiene menos democracia real del conjunto.