José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
Enfrentar al ridículo con el ridículo, como hace Tabarnia, es la única forma de sobrevivir a este bochornoso escarnio de la reputación de Cataluña y de la imagen de España
Ayer fue una jornada de política circense. Ninguno de los actores dejó de representar su papel. Puigdemont se fue a Copenhague sin que, pese a la verborrea gubernamental, el juez Llarena, con muy buen criterio, activase la euroorden. El nuevo presidente del Parlament nominó al fugado Puigdemont como candidato a la jefatura de la Generalitat de Cataluña. No se quedó ahí: anunció su visita a los presos en Estremera y su desplazamiento a Bruselas para entrevistarse con los cinco huidos (cabe preguntarse si viajará con cargo al contribuyente).
El nuevo presidente del Parlamento catalán, Roger Torrent, quiere además conversar con Mariano Rajoy, lo que el presidente no aceptará. Pistoletazo de salida, en consecuencia, al espectáculo que terminará como el rosario de la aurora: una suspensión del TC de la sesión parlamentaria de la investidura, sea de manera preventiva o cuando se consume. Y vuelta a empezar. Y si hay circo, con el nuevo Torrent participando, y lo hay, la Tabarnia de Albert Boadella debe continuar: ‘The show must go on’.
Porque Tabarnia no es una broma ni una ocurrencia y tampoco una creación políticamente inocua. Es más bien un sarcasmo que se define como una ironía “mordaz, hiriente y humillante”. Cualquier calificativo le cuadraría bien a esa iniciativa replicante del independentismo catalán menos el de inocuo. No lo es en absoluto. Por el contrario, tiene calado porque introduce el dedo en la llaga de las contradicciones y posverdades del secesionismo en Cataluña y las reformula a la inversa haciendo que las tesis independentistas se vuelvan contra los que las postulan.
El historiador y ensayista escocés Thomas Carlyle escribió que “en general, el sarcasmo es el lenguaje del diablo”. Tenía razón porque nada es más endiabladamente difícil de combatir que el discurso del sarcasmo. Cuando Albert Boadella, presidente ‘en el exilio’ de Tabarnia, se autodefine como “payaso” pero atribuye a los dirigentes del ‘procés’ serlo mucho más que él, compone un argumento empático para millones de espectadores que están siguiendo esta ‘performace’ que trata de combatir el largo, penoso y reiterativo relato del proceso soberanista en cuyo contexto cualquier sobresalto o excentricidad son posibles. El artefacto de Tabarnia es difícil desactivarlo porque se muestra sin más pretensiones que irritar a aquellos que se sientan concernidos por sus réplicas.
Pero tras Tabarnia hay algo más que un ‘lenguaje del diablo’ —es decir, sarcástico—. Hay una realidad política. Es la disidencia en clave irónica, hiriente, humillante, de la Cataluña proscrita por el ‘procés’ que apunta donde duele. Por una parte, es una respuesta a las excentricidades que se viven en la política catalana —como las de ayer— y, por otra, es la expresión más acabada y arriesgada de la fractura social que tantas veces se niega por el separatismo. Es tal la fractura que hasta se instala imaginariamente en una superficie bien delimitada de Cataluña: en las comarcas de Barcelona y Tarragona, en donde el independentismo es más débil y el voto constitucionalista más sólido.
La tesis de Tabarnia es esta: si España es divisible por aplicación del derecho a decidir, ¿por qué no lo sería también la propia Cataluña? Ya las Juntas Generales de Álava en 2003 acordaron que si el plan segregacionista de Ibarretxe —aquel que hacía de Euskadi una ‘comunidad libre asociada’ a España— continuaba adelante, el territorio se sentiría liberado de su compromiso de formar parte de la ‘configuración unitaria’ de Euskadi. Y en Canadá tenemos otra referencia: si la federación es divisible, también lo es el Quebec.
Esta es la tesis de fondo de Tabarnia expuesta en clave no de humor sino de sarcasmo. El que ayer mereció el circo que se representó en tres pistas simultáneamente: Copenhague, Barcelona y Madrid. Solo Pablo Llarena acertó, estuvo en su lugar y no se dejó engañar por Puigdemont, que quería su detención para estafar la ley con mayor dolo. Enfrentar, pues, al ridículo con el ridículo, como hace la construcción tabarnesa, es la única forma de sobrevivir a este bochornoso escarnio de la reputación de Cataluña y de la imagen de España.