Ignacio Varela-El Confidencial
«Reacciones alérgicas que pueden ser graves y, en ocasiones, producir la muerte». Estos son los posibles efectos secundarios de la amoxicilina, una de los antibióticos más extendidos en la práctica clínica
Tras decenas de millones de inyecciones de la vacuna de AstraZeneca, se han documentado rarísimos casos de trombos con fallecimientos, a razón de un caso por cada millón de personas que la recibieron. Cualquier anticonceptivo oral presenta ratios mucho más elevadas de trombosis potencialmente mortales.
La probabilidad de una muerte a causa de esa vacuna es muy inferior a la de un accidente mortal en avión (para qué hablar de un accidente de coche o hasta en bicicleta). Que se sepa, ninguno de esos medicamentos o medios de transporte están prohibidos ni las autoridades ponen limitaciones a su uso.
Se estima que por cada millón de vacunados con AstraZeneca se evitarán 120.000 contagios, 4.100 ingresos hospitalarios y 800 muertes. El número de vidas humanas que puede salvar esa vacuna es 800 veces superior al de muertes por sus posibles —aunque altísimamente improbables— efectos secundarios. Eso lo ha constatado la Agencia Europea del Medicamento —una institución no precisamente laxa en sus estándares de exigencia— al establecer que, en la aplicación de esa vacuna, los beneficios son muy superiores a los riesgos, y dar luz verde a su uso.
Hay muchas zonas oscuras en la psicosis colectiva que se ha organizado en torno a la vacuna británica, pero ninguna de ellas es de origen científico. Tiene mucho más que ver con la torpeza de los políticos, con la ignorancia de la población y con lo que reúne todas las apariencias de una guerra comercial salvaje en torno a un negocio en el que se juegan centenares de billones de euros.
El hallazgo en ocho meses de varias vacunas altamente efectivas contra el coronavirus pasará a la historia como una de las hazañas científicas más colosales en la historia de la humanidad. Los estadísticos nos dirán cuántas muertes y cuánta ruina económica se habrían añadido si hubiéramos tenido que seguir combatiendo la pandemia con los medios convencionales: test, rastreadores y, sobre todo, confinamientos masivos y paralización de la actividad económica.
El logro no habría sido posible sin el esfuerzo gigantesco de miles de científicos de todo el mundo trabajando en abierto, colaborando entre sí e intercambiando sus avances en tiempo real. Durante unos meses, quedó suspendida la competencia en el campo de la investigación biomédica, uno de los más competitivos y opacos que existen.
Pero encontradas las vacunas salvadoras y llegado el momento de producirlas y venderlas, se acabó la tregua y regresó la ley implacable del mercado. La clave de esta batalla está en el precio unitario de cada una de las vacunas. En la actualidad, cada dosis de la vacuna de Moderna cuesta alrededor de 50 euros; la de Pfizer, en torno a 35 euros, y la de AstraZeneca, seis euros. Una diferencia tan extraordinaria que, de no someter el producto a un acoso brutal para sembrar el temor y la desconfianza, se habría comido el mercado mundial con toda facilidad.
Los responsables de ese laboratorio tomaron la decisión de no lucrarse con la venta de la vacuna mientras dure la pandemia
¿Por qué la vacuna de AstraZeneca es mucho más barata que sus competidoras? El primer motivo relevante es que no necesita ultracongelación: puede conservarse durante seis meses a la temperatura de un frigorífico doméstico. Sus gastos de distribución y conservación, pues, son infinitamente menores.
El segundo, aún más importante, es que los responsables de ese laboratorio tomaron la decisión de no lucrarse con la venta de la vacuna mientras dure la pandemia. AstraZeneca vende sus vacunas a precio de coste. Siendo ese coste inferior —por las razones expuestas— al de las otras, ello explica que sea mucho más económica. La diferencia no es científica, es puramente comercial.
El laboratorio británico tomó otras dos decisiones que resultaron fatales. La primera, permitir que los primeros ensayos clínicos los hiciera la Universidad de Oxford —una institución no preparada para ensayos de esa naturaleza a gran escala—, con resultados iniciales confusos. Sobre esa base inicial se edificó la montaña de dudas que vino después. Cuando se corrigió el error y se acreditó la eficacia de la vacuna, ya era tarde: los tiburones tenían lo que necesitaban.
La segunda equivocación fue no desplegar una estrategia de comunicación, ni siquiera para responder a los ataques. Puesto que no vamos a lucrarnos con la vacuna —al menos a corto plazo—, que sean sus resultados y las instituciones sanitarias quienes den la explicaciones pertinentes. Un desastre predecible: en el mundo actual, el asomo de una duda publicado en un periódico de provincias y agitado convenientemente o unos cuantos tuits bien programados son suficientes para fabricar una noticia global.
Las consecuencias de destruir la reputación de esa vacuna son muy graves para el mundo rico, pero trágicas para los países pobres. Por su precio y sus condiciones de conservación y distribución, la vacuna de AstraZeneca es la única que puede llevarse y aplicarse masivamente en los países menos desarrollados de África, Asia y Latinoamérica (en ese continente, los gobiernos han optado por la Sputnik rusa, lo que añade a la mezcla el componente geoestratégico).
Es preciso que los gobernantes españoles expliquen varias cosas:
- Por qué, por primera y única vez, desatienden por su cuenta los criterios y recomendaciones de la Agencia Europea del Medicamento. ¿Puro miedo, ignorancia insensata, exceso de celo o algo peor?
- Por qué esa decisión se toma en un organismo interregional formado por políticos, carente de expertos científicos y sin competencias ejecutivas.
- Cuál será el coste en vidas humanas de suprimir la vacuna de AstraZeneca para grandes contingentes de población; cuánto el retraso en culminar los planes de vacunación, y qué harán con las dosis ya pagadas y entregadas cuando se haya completado la vacunación en los tramos de edad en que se permite.
- Cuánto se está gastando España en vacunas y cuánto en cada una de ellas. Porque la vacunación nos sale gratis como pacientes, pero no como contribuyentes. Es insólito que a estas alturas algo tan elemental no se haya planteado en el Parlamento español, al menos en algún rato libre que deje el apasionante debate sobre si somos fascistas o comunistas.
- Si es razonable asumir el coste sanitario y económico de renunciar a una vacuna de eficacia probada y coste muy inferior por evitar el riesgo infinitesimal de una muerte entre un millón (que, probablemente, también tienen sus competidoras).
Mientras tanto, si usted no la quiere, yo sí. Si me llaman mañana para inyectarme AstraZeneca, lo celebraré doblemente: como enfermo potencial y como pagador de los impuestos con los que se financia esta campaña de salvación nacional.