ABC 09/08/16
IGNACIO CAMACHO
· La tarea principal del pensador moderno consiste en enfrentarse a palabra partida contra la trivialidad intelectual
EL filósofo clásico era un hombre que dedicaba su vida a investigar verdades; el contemporáneo se la pasa refutando mentiras. La tarea principal del pensador moderno consiste en enfrentarse a la trivialidad intelectual, en un combate siempre desigual, a palabra partida, contra la estupidez. Y el aspecto más ingrato de esa lucha es que ha de librarla en el terreno del enemigo, en el de los medios de comunicación que banalizan las ideas para transformarlas también en objetos de consumo; la preponderancia suprema del titular, de la frase, del eslogan, obliga al ideólogo a aligerar su propio mensaje para encajarlo en el molde liviano de la posmodernidad. Para rebatir la simpleza de la propaganda ha de convertirse él mismo en un propagandista.
En la muerte de Gustavo Bueno, acaso el pensador español más importante desde Ortega –¿ven? los rankings, otra plaga insustancial del periodismo moderno–, las reseñas informativas han destacado más sus frases que sus libros. Toda su obra es un esfuerzo prometeico para destruir mitos y tabúes del pensamiento convencional que sostiene el frívolo tingladillo de una sociedad instalada en la ligereza, en la gazmoñería mental. Una refutación de la pamplina. Sin embargo, para divulgar su radical exhorto de reflexión crítica, tuvo que utilizar las herramientas de comunicación que denostaba como fabricantes de tópicos y de intelectualidad basura. Conceder entrevistas, participaren coloquios, aceptar la moda del debate espectáculo. Su excepcional vis polémica le permitía dominar ese escenario y erigirse en referencia a contracorriente, en formidable debelador de la corrección política, el facilismo, los lugares comunes y la falsa tolerancia. Nunca fue tolerante con el dogmatismo ni con la idiotez. Era el antiPaulo Coelho, un antipático agitador contra el buenismo sentimental y la vulgaridad emotiva.
Pero no ha podido evitar que le persiguiera hasta el final ese sentimentalismo hegemónico que ha sustituido a la perentoria obligación de pensar. Hasta los periódicos más serios han destacado la inmediatez de su óbito al de su esposa, fallecida dos días antes, en un alarde de emocionalidad romántica que impugna gran parte de su tarea intelectual. Irresistible tópico: el anciano incapaz de vivir sin su compañera, dispuesto a seguirla en la ultratumba donde quiera que ella esté. Para un agnóstico como Bueno, templado pero firme, probablemente su mujer ya no estaría en ninguna parte; la vida y la muerte tienen esas trágicas casualidades racionales. Para el discurso de la sensibilidad voluntarista –«el pensamiento Alicia» que tanto irritó a los arúspices del fundamentalismo bondadoso– se trata de una ilustradora conjunción de armonía existencial, una conspiración de las energías del universo. La clase de paradigma mágico que solía descomponer al filósofo.