Ignacio Camacho-ABC

  • No tardaremos en ver al Gobierno español apuntarse el éxito de un plan de paz que lo ha dejado en fuera de juego

En el lado correcto pero con el paso cambiado. El acuerdo de cese el fuego en Gaza –ojalá sea de algo más pero de momento eso no está tan claro– pilló al Congreso español aprobando un embargo que además de llegar con retraso es bastante raro, porque el balance de compras y ventas a Israel perjudica nuestros intereses de seguridad y deja los suyos intactos. Ya es mala suerte que al cabo de un mes de movilizaciones a favor de un bando la cosa acabe en un pacto negociado, y para colmo bajo el patrocinio americano, con Trump colgándose la medalla tras hacerle el numerito del teléfono a Netanyhau. O que Hamás apenas haya tardado una semana en aceptar el trato sin atender los rectos y sabios consejos de Belarra, Urtasun o Ada Colau.

Lo firmado en Egipto no pasa por ahora de un armisticio. Tan esperanzador como provisional, demasiado lejos todavía de una solución estable al conflicto. Es pronto para voltear campanas de optimismo, y más aún para pensar en la solución de un problema político, geoestratégico, religioso y étnico que dura un siglo. Incluso resulta moralmente cuestionable que un grupo terrorista sea considerado interlocutor en el mismo plano que un Estado democrático legítimo. Pero de momento se va a parar la matanza indiscriminada de palestinos, entrará la ayuda humanitaria y, si las cláusulas inmediatas se cumplen, habrá un repliegue del Ejército judío. El resto pinta más complicado; Gaza es un solar arrasado cuyos habitantes carecen del mínimo control sobre su destino.

Esto es lo que importa, la posibilidad de un nuevo ‘statu quo’ razonablemente duradero y, sobre todo, el final de los bombardeos que han convertido la Franja en un infierno y han provocado la consternación del mundo entero. A los españoles nos espera, con alta probabilidad, el miserable forcejeo habitual en nuestro ámbito doméstico, donde el sectarismo ha creado un irrespirable ambiente de desencuentro. Nos queda por ver al Gobierno apuntarse el éxito para esconder la evidencia de que se ha quedado en fuera de juego, y a la extrema izquierda sosteniendo sus prejuicios antisemitas mal disfrazados de idealismo y solidaridad con el sufrimiento.

La realidad es terca. Ha habido aquí más protestas que en los países árabes, cuya hostilidad contra Israel corre paralela al recelo ante la eventualidad de verse obligados a acoger a la población desplazada ‘manu militari’. Los vecinos de Hamás, incluso la Autoridad Palestina, estarían encantados de desembarazarse de una vez de ese manojo de criminales; por eso se han apresurado a dar el visto bueno al plan de paz y a intermediar para sacarlo adelante. Ese pragmatismo de supervivencia contrasta con la frivolidad política del sanchismo y sus adláteres, desplazados por un imprevisto giro de guión hacia los márgenes del debate. Es lo que suele suceder cuando los hechos sitúan a cada uno frente a sus responsabilidades.