ESTEFANIA MOLINA-EL CONFIDENCIAL

  • Estos nuevos jóvenes se sienten ignorados por la clase política y sus brotes de ira tienen más que ver con el sentimiento de que poco pueden hacer ya para hacer valer sus derecho
Pedro Sánchez corre el riesgo de que le estalle a su Gobierno una especie de 15-M particular, y el primer aviso podría ser el caldo de cultivo que se aprecia en varias ciudades de España estos días, con los jóvenes quemando contenedores y enfrentándose a la policía tras el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél. Y quizás un poderoso síntoma de ese incipiente germen de enfado en la sociedad española, a lomos del malestar, es el polémico posicionamiento de Podemos. Es decir, el partido que hace 10 años tomó el testigo de la indignación pero que ahora no condena los disturbios, paradójicamente, pese a estar en el Gobierno.

De un lado, Iglesias podría estar brujuleando ahora en torno a la idea de que conectar con el alma de las protestas quizás le permitiría que más jóvenes se reengancharan al proyecto del partido morado. Como me recordaba un exdirigente de Podemos en una ocasión, los jóvenes actuales ni siquiera recuerdan o desconocen las implicaciones de lo que fue el 15-M de 2011, del significado que tuvo para la política española. Y probablemente tampoco lo que supuso la eclosión de Podemos en ese esquema como fuerza pionera que abanderaba el malestar ­­­–pero cuyo nexo con la movilización se ha roto debido a la institucionalización progresiva del partido, así como su retroceso electoral–.

Tanto es así que el propio Pablo Hasél se había mostrado crítico en ocasiones con el mismo Iglesias. Pasa que la formación morada sirvió durante un tiempo para canalizar las movilizaciones sociales –sanitarios, profesores, vivienda…– y eso redujo la conflictividad social durante unos años con la entrada en las instituciones. Pero el drama ahora del vicepresidente es que la gente sigue protestando por nuevas causas mientras su Ejecutivo se proclama como el «más social» de la historia, lo que augura una previsible brecha de representación. No es de esperar que emule la magnitud de 2015 pero, visto cómo los ciclos políticos se queman cada vez con más intensidad, podría abocarnos a un escenario ignoto.

Es por eso que Podemos necesita colocarse al frente de la pancarta artificialmente para retener cuantos más escaños puedan o bien la protesta quedará huérfana o la tomará otro partido. De hecho, Vox ya habló durante de la pandemia del covid-19 sobre su «15-M» abanderando aquellas caravanas famosas de coches o protestando por los cierres en la economía. En Cataluña, Santiago Abascal ya ha recogido voto de barrios populares, superando su clásica asociación con el voto de clase media-alta. Asimismo, está el escoramiento que podría sufrir el Partido Popular en el Congreso tras el batacazo catalán y el sorpaso de Vox.

Si bien el público objetivo de Iglesias no serían tanto los vándalos que queman contenedores o tiran piedras a la policía sino lo que estos simbolizan para amplias capas de la población. En primer lugar, el miedo a la regresión democrática y de libertades en la vida pública que habita en un Congreso ultrapolarizado con la entrada de fuerzas cada vez más escoradas y la intransigencia entre bloques. En segundo lugar, el malestar por el covid-19 y la precariedad generalizada que sufren muchos jóvenes, que no se sienten escuchados por la clase política –como expliqué aquí, a cuenta de la polémica del youtuber El Rubius.

Eso es así porque en el 15-M aún pervivía pacto intergeneracional. Es decir, el paradigma de que salir a protestar era la forma de garantizar lo público. Pero estos nuevos jóvenes, en cambio, se sienten ignorados por la clase política y sus brotes de ira tienen más que ver con el sentimiento de que poco pueden hacer ya para hacer valer sus derechos. En ese esquema, no sería de extrañar que España asistiera en adelante a una continuada pujanza de la conflictividad social, pasada por el tamiz del nihilismo. Esto es, la idea de que el sistema ya cambió en 2015 y que en adelante, por mucho que este se transformara, se conocería la incapacidad de la política por producir mejoras sustanciales.

A la sazón, la expectativa está puesta ahora en la inversión de los fondos europeos; pero si se agravara una crisis económica, no solo se desmovilizaría el votante de PSOE-Podemos. También, socios clave del Ejecutivo encontrarían una resistencia en seguirle apoyando, como es el caso de ERC o el tímido acercamiento de EH Bildu, donde el factor económico es que podría hacer zozobrar esa argamasa de izquierdas.

Pero no solo. La lectura que dejaron a simple vista las elecciones catalanas fue la del triunfo de la moderación o del independentismo pactista. Es decir, de un Sánchez que se garantizaría el voto de ERC para su gobernabilidad, con o sin ‘tripartit’. Ahora bien, la victoria de los republicanos sobre el partido de Carles Puigdemont fue solo por un escaño, y de hecho la suma de CUP y Junts fue superior a la de ERC. Ello demuestra que todavía existe en la sociedad catalana una pulsión de frustración y malestar por el fracaso del 1-O. De hecho, como expliqué la semana anterior, el independentismo civil se aglutinará en adelante en torno a aquellas causas que perciba como una forma de «agravio», «enemigo» o «represión». Ya se ha visto: primero en Vic, ahora en defensa de lo que para su causa simboliza Hasél.

Eso explicaría por qué la clase dirigente del Govern habla con la boca pequeña de los disturbios, tal vez asumiendo que las expresiones de ira de 2019 –cuando saltaban los adoquines de la plaza Urquinaona tras la sentencia del ‘procés’– recuerdan a la quema de barricadas de fuego de estos días. El cóctel de hastío, a medio camino entre la crisis social y la territorial, fue de hecho la viva expresión de los años posteriores a la crisis de 2008 que desembocó en el 15-M.

Todo ello choca con la investidura catalana. Esto es, que aunque gobierne ERC la presidencia, esta seguirá teniendo la tenaza de Junts haciéndole de oposición dentro del propio Govern o desde fuera. De hecho, Borràs ya hace de oposición al ‘conseller’ de Interior de su propio partido, Miquel Sámper (Junts), al afear la actuación de los mossos. Y es que la batalla de los climas de opinión será en adelante el principal ariete a arrojar contra sendos gobiernos o formas de gestión si vienen mal dadas, porque en ausencia de provisión de bienestar material a la oposición solo le quedará aferrarse al relato a la contra.

Ya esté esa oposición dentro o fuera de Moncloa, como Podemos con el PSOE; o dentro o fuera de la Generalitat, como Junts con ERC