Rubén Amón-El Confidencial
- Los delirios megalómanos del líder narcisista/socialista y la estrategia (fallida) de humanización no van a sustraerlo al examen de las urnas tras haber polarizado la sociedad
No van a sorprendernos a estas alturas de la legislatura la megalomanía de Pedro Sánchez ni su narcisismo, pero reviste bastante interés la anécdota que expuso Màxim Huerta en El Hormiguero. Y cuya trama aludía a la reacción del presidente cuando acababa de producirse el sacrificio del ministro de Cultura. “¿Cómo crees que me juzgará la Historia?”.
Poco le importaba a Sánchez el estado de ánimo del novelista. Y mucho le importaba hablar de sí mismo y de su lugar en la posteridad, quizá porque al propio líder socialista le sorprendía encontrarse en la Moncloa.
Cualquiera puede convertirse en presidente del Gobierno, aunque el episodio grandilocuente de Sánchez tanto refleja su egolatría como explica la campaña de imagen con que se pretende inútilmente humanizarlo.
Inútilmente quiere decir que las puestas en escena y la dramaturgia se resienten de la propia frialdad e impostura del protagonista. Ni la partida de petanca que le amañaron con un jubilado de Coslada ni el mano a mano con la ajedrecista iraní consiguen encubrir la sonrisa del escualo.
Pudimos observarlo durante la pandemia. No se identificaron en nuestro timonel momentos de consternación ni emociones. Ni se apreciaron pasajes de compungimiento. Igual porque prevalecieron el pudor, la contención.
Sánchez ha impuesto un modelo autoritario y bonapartista que deprime la pluralidad y que ha vaciado el PSOE de cualquier atisbo de espíritu crítico. Ni siquiera Odón Elorza, evangelista del sanchismo, encuentra razones para identificarse en la montaña rusa que conduce el patrón monclovense.
Sánchez ha impuesto un modelo autoritario que deprime la pluralidad y que ha vaciado el PSOE de cualquier atisbo de espíritu crítico
O quizá porque los rasgos egóticos de Pedro Sánchez forman parte de su naturaleza política y de su instinto de supervivencia. La frivolidad con que despachó a Màxim Huerta tanto vale para comprender la naturalidad y asepsia con que se deshizo y se deshace de los colegas más allegados. La ejecución de Ábalos, de Carmen Calvo, de Iván Redondo. O el sacrificio de Reyes Maroto como aspirante sin aspiraciones a la alcaldía de Madrid.
La fórmula del liderazgo despiadado ha proporcionado a Sánchez la clave de su resistencia. No tiene principios ni valores, el líder socialista. Ni tampoco los necesita para consolidar su liderazgo. La flexibilidad y el cinismo le permiten renegar de sus promesas y retractarse de sus compromisos. El último ejemplo consiste en la reforma de la ley del solo sí es sí. No es que Sánchez recapacite ni reflexione para reaccionar a las zonas oscuras de la legislación. Simplemente, reacciona a una emergencia electoralista. Y subordina las convicciones al esprint de la meta volante, a la oportunidad. Por eso pretende llevar a Irene Montero al patíbulo, como si la ley en cuestión fuera un capricho, una ocurrencia, de la titular de Igualdad y no un proyecto del Consejo de Ministros que él mismo sostuvo con extraordinaria elocuencia.
La Historia juzgará a Sánchez, pero antes de someter el sanchismo a la perspectiva del tiempo y a las coordenadas de la posteridad, a Sánchez va a juzgarlo el presente. En la primera vuelta de las elecciones locales y autonómicas. Y en la convocatoria plebiscitaria de las generales.
Seguro que agrada a Sánchez el maximalismo del planteamiento. Con él o contra él. E igual le agrada bastante menos el inventario de fechorías que sus compatriotas van a reprocharle o restregarle en las urnas cuando sobrevenga el gran examen. Y no solo por los acuerdos siniestros con Bildu —memoria democrática incluida—, o por la sumisión al soberanismo, o por las reformas a medida del Código Penal, o por los zarpazos a la separación de poderes, o por el desahucio en las instituciones, o por el señalamiento de enemigos —los bancos, las eléctricas, los magnates alimentarios, la prensa, la España excluyente—, o por la fantasmagoría de los poderes ocultos, o por el recurso abrumador de los decretos, sino por haber urdido la psicosis de la polarización y de la crispación en una sociedad inflamable a quien no interesa demasiado la plaza o la avenida donde vaya a inaugurarse dentro de medio siglo la estatua ecuestre de Sánchez.