IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-EL PAÍS
- Resulta una impostura que la oposición al nuevo Gobierno se vista de resistencia constitucional cuando la única amenaza a la democracia procede de quienes no aceptan la legitimidad de una amplia mayoría parlamentaria
La Transición salió adelante a pesar de la resistencia que puso Alianza Popular (AP), el partido fundado por Manuel Fraga que, con el paso del tiempo, acabaría siendo el Partido Popular que hoy preside Alberto Núñez Feijóo. Fraga fue, hasta su fallecimiento en 2012, el presidente fundador del PP.
Fraga siempre fue un paso por detrás de los acontecimientos e hizo cuanto pudo por evitar los avances democráticos de España. Ocurrió ya en el Gobierno de Carlos Arias Navarro, cuando propuso un plan de liberalización del régimen que quedaba lejos de la democracia. Se trataba de instaurar un sistema bicameral en el que la Cámara baja fuera elegida por sufragio universal (con exclusión de los comunistas) y la Cámara alta fuera un refugio de los franquistas y tuviese poder de veto. En fin, un modelo impresentable en Europa occidental, donde España constituía la última dictadura tras las transiciones portuguesa y griega.
Fraga fundó Alianza Popular unas semanas antes de la aprobación de la Ley para la Reforma Política. Viendo que la democracia era inevitable, trató de adaptarse y solo prestó su apoyo a dicha ley tras obtener algunas concesiones en el sistema electoral (reduciendo su proporcionalidad). Cuando Adolfo Suárez, unos meses después, dio el paso de legalizar el Partido Comunista de España, un Fraga encendido declaró que aquella medida significaba “un verdadero golpe de Estado, grave error político, farsa jurídica y quiebra a la vez de la legalidad y la legitimidad”. Supongo que es mera casualidad que Feijóo y Santiago Abascal empleen hoy exactamente los mismos términos de Fraga para referirse a la ley de amnistía y los pactos de investidura.
Las elecciones de 1977 resultaron decepcionantes para la derecha franquista. AP solo obtuvo el 8% del voto, frente al 34% de la UCD de Suárez. AP se abstuvo en la primera ley aprobada por el Parlamento, la Ley de Amnistía, que marcaba un nuevo tiempo basado en la integración de todas las fuerzas políticas. A pesar de su reducido apoyo social, Fraga fue uno de los padres de la Constitución: buscó por todos los medios frenar la descentralización del Estado, y él y su partido se opusieron frontalmente a la distinción entre regiones y nacionalidades que figura en el artículo 2 de la Constitución. Cuando llegó el momento de la votación del texto constitucional, AP se partió en dos y la mitad de su grupo parlamentario no votó a favor de la hoy vigente Constitución de 1978.
Desde entonces, el PP ha venido oponiéndose a todos los cambios de cierto calado político, del proceso de paz para acabar con el terrorismo a la reforma del Estatuto catalán, pasando por las leyes de extensión de derechos civiles. El inmovilismo actual del PP (que se niega a reformar la Constitución, que se niega a renovar el Consejo General del Poder Judicial, que se niega a negociar con los partidos nacionalistas vascos y catalanes) tiene, pues, abundantes precedentes.
No es una sorpresa que los populares hayan puesto el grito en el cielo ante los acuerdos de legislatura entre las izquierdas y los nacionalistas no españolistas. Lo que sin embargo parece sumamente incoherente es envolver su oposición crispada en los valores de la Transición y la Constitución. ¿En la Transición? No es solo que en su día AP-PP se opusiera a los avances democráticos; es que la Transición consistió en asumir riesgos, buscar consensos entre diferentes y reconocer la legitimidad de todos los actores políticos. De ahí que Suárez diera pasos valientes como la propia legalización del PCE o el restablecimiento de la legitimidad republicana de la Generalitat. Es un sarcasmo y una burla a la Transición utilizar aquel periodo para atacar a los partidos políticos que hoy quieren justamente, en el mejor espíritu de dicha época, olvidar las condenas de cárcel, las cargas policiales, las causas generales y las sentencias ejemplarizantes y apostar en su lugar por la plena integración política de las diversas naciones que componen España.
En realidad, cuando PP y Vox advierten del holocausto de España si las izquierdas pactan con nacionalistas vascos y catalanes, lo hacen no desde los valores constitucionales, sino desde un nacionalismo español intolerante que ha ido apoderándose de las derechas y que ha resucitado el discurso de la anti-España. De ahí que planteen un dilema existencial entre lo que llaman “sanchismo” y España. No es solo una política extremista y exaltada como Isabel Díaz Ayuso, que acusa frívolamente a Pedro Sánchez de “dictador”, sino el propio Feijóo, quien en repetidas ocasiones se ha reafirmado en la contraposición entre las izquierdas y la nación española, como si fueran incompatibles. Se trata de un discurso alejado completamente de la Transición y que provoca el regocijo reaccionario de Vox, que ve cómo consigue tirar de la derecha conservadora hacia las posiciones más intransigentes.
Cuando estos días algunos ciudadanos protestan, con plena legitimidad, contra los pactos de investidura y la amnistía, lo hacen envolviéndose en banderas nacionales, cantando el himno nacional y gritando “unidad nacional” (y otras cosas menos edificantes). No hay nada reprobable en ello, faltaría más, pero sí en intentar ocultar la verdadera naturaleza de la protesta, que, por mucho que se quiera disimular, no obedece a elevados principios democráticos o constitucionales, sino al rechazo visceral de la plurinacionalidad.
Aquí no están en juego la democracia ni el Estado de derecho ni la Constitución, sino el modelo de Estado, que es cosa bien distinta. España seguirá siendo una democracia y un Estado liberal con o sin amnistía, con o sin pactos con los nacionalistas catalanes y vascos. Lo que se cuestiona es una idea de España, no nuestro sistema político.
En este sentido, resulta una impostura que la oposición al nuevo Gobierno se vista de resistencia democrática y constitucional, cuando no es sino un ataque desesperado del nacionalismo español ante el desmoronamiento del relato dominante sobre la crisis catalana en términos de “golpe de Estado”. Es el orgullo herido del nacionalismo español lo único que explica una reacción tan virulenta como la que estamos viendo en estos días angustiosos.
A mi juicio, la única amenaza para el sistema democrático procede de quienes no aceptan la legitimidad de una amplia mayoría parlamentaria para apoyar la formación de un Gobierno de coalición PSOE-Sumar. Si de verdad les preocupara algo a las élites de la derecha política, mediática y judicial la salud de nuestra democracia, deberían abandonar las acusaciones insensatas de “golpe de Estado”, “acuerdos ilegítimos”, “ruptura del orden constitucional” y “violación de la división de poderes”. Hay amplio espacio para oponerse a la amnistía y los pactos de investidura sin necesidad de cuestionar su legitimidad y legalidad. El PP lleva 45 años utilizando la misma retórica incendiaria ante cualquier avance. Algo deberíamos haber aprendido en este tiempo sobre la inutilidad de las jeremiadas.
Salvo que a lo largo de hoy y mañana ocurra algún tipo de acción extraordinaria, la España que encarnó la Transición va a imponerse, al menos a corto plazo, y se va a buscar el acuerdo y el pacto para resolver las diferencias territoriales y nacionales. Y como tantas otras veces ha ocurrido desde la muerte de Franco cuando el país se ha visto en una encrucijada, todo ello se va a hacer a pesar de la derecha nacionalista.