Editorial El Mundo
NOS PREGUNTAMOS a qué está esperando el Gobierno de España para intervenir en Cataluña. Desde que el lunes pasado se rompió el dique de la «violencia generalizada» –las comillas son de Moncloa–, la situación se ha ido degradando día a día. Cada hora que pasa, y pese a la encomiable entrega de los Mossos d’Esquadra, la Guardia Civil y la Policía, se hace más evidente que la Generalitat no solo no se basta para restablecer el orden público sino que ofrece constantes evidencias de que no tiene ese objetivo por prioritario. Porque su única prioridad, en palabras del todavía presidente Quim Torra, sigue siendo la independencia de Cataluña. Torra trata de rentabilizar políticamente la espiral de salvajes disturbios para relanzar la confrontación unilateral con el Estado, amenazando con otro referéndum y arrastrando a una ERC que, por mucho que discrepe en privado, nunca se atreve a romper en público con el valido de Puigdemont.
La situación es insostenible. Y el artículo 155 sirve exactamente para coyunturas como esta, en la que los dirigentes de una autonomía ni quieren ni pueden ya asumir el control constitucional. Resultan ridículos los esfuerzos de Marlaska por vender una «normalidad» que nadie percibe en Barcelona, cuyos vecinos llevan una semana soportando los destrozos, sabotajes, incendios, colapsos, huelgas y otros hitos del nuevo programa insurreccional que se desarrolla ante nuestros ojos. Las imágenes son impropias de la cuarta democracia de Europa. El daño reputacional para una ciudad que es emblema de nuestro turismo resulta ya incalculable. La sensación de inseguridad campa a sus anchas y el miedo cunde incluso entre los agentes. La vida de los ciudadanos ha sido secuestrada por el capricho de los violentos, empeñados en declarar la independencia por la vía de los hechos revolucionarios, pues no se fían ya de la voluntad de sus políticos ni de los procedimientos presuntamente pacíficos y reglamentarios que hasta ahora habían servido para enmascarar el designio totalitario del procés. La protesta por la sentencia del Supremo y en favor de la libertad de los condenados es un pretexto: se trata, como siempre, de consumar la secesión como sea.
Sánchez está atrapado por su decisión de forzar una repetición electoral cuya campaña sabía que coincidiría con los efectos de la sentencia del 1-O. Acaso creyó que la protesta no alcanzaría un nivel de virulencia propio de guerrilla urbana, capaz de sustanciar causas judiciales por terrorismo. Pero ya es tarde para lamentar errores de cálculo: tiene que dejar ya de pensar como candidato socialista del 10-N y comportarse como el presidente que se debe a la seguridad y a la libertad de sus gobernados. Repetir mecánicamente el mantra de «firmeza, unidad y proporcionalidad» no sirve de nada si se queda en mera propaganda para intentar ganar un tiempo que los catalanes ansiosos de protección no tienen. Invocar una «legitimidad social» para justificar su pasividad es otra trampa conceptual que un presidente apoyado por la oposición no necesita, pues entre PSOE, PP y Cs representan a una abrumadora mayoría de españoles preocupados por el caos creciente en Cataluña. Sánchez debe dejar de escudar en la moderación –¿no es moderado aplicar al ley?– su poco disimulado deseo de no hacer nada que perturbe sus alianzas pasadas, presentes y futuras con independentistas; los mismo que le hicieron presidente en la moción de censura, con los que gobierna comunidades y ayuntamientos y de los que puede depender su futura investidura.