Eso, ¿a qué ha ido Sánchez a Mauritania, Senegal y Gambia?
Todos creíamos que el propósito del viaje era taponar en origen la avalancha de inmigrantes no autorizados a entrar en España que este año está pulverizando récords y desbordando con creces las estructuras de acogida en Canarias.
En medio de un estupor generalizado, nos encontramos con que el primer día en Nouakchott Sánchez promocionó España como destino migratorio, al proclamar que necesitamos 250.000 nuevos inmigrantes cada año. Nunca un gobernante español había desencadenado un efecto llamada tan patente, teniendo en cuenta el lugar y el momento elegidos para lanzar ese mensaje.
El segundo día en Banjul, capital de Gambia, el presidente profundizó en ese mensaje, anunciando acuerdos destinados a «facilitar una migración segura, ordenada y regular». Las críticas airadas de la oposición ya cruzaban el Atlántico.
Como si tratara de apagar el fuego por él mismo avivado, Sánchez cambió de mensaje en su tercer destino y alegó desde Dakar, capital de Senegal, que es «imprescindible el retorno de quienes han llegado a España irregularmente». Lo argumentó además en la necesidad de «desincentivar a las mafias» que trafican con seres humanos.
En teoría los dos planteamientos deberían ser compatibles dentro de la defensa de la llamada «migración circular», destinada a incorporar controladamente mano de obra en los sectores y lugares que la necesiten, formarla durante un tiempo e incentivar su regreso para acelerar el desarrollo de sus países de origen. En ese puzle, encajaría también el «imprescindible retorno» de los irregulares.
Sólo hay un problema: que Sánchez hablaba en tres países cuya población quiere emigrar por razones económicas y lo que ha quedado en sus oídos es que en España hay puestos de trabajo esperándoles a espuertas. No habían pasado ni cuarenta y ocho horas cuando algunos de los cientos de menas marroquíes que han entrado esta semana a nado en Ceuta, colocando de nuevo a la ciudad autónoma en una situación límite, ya se hacían eco, al borde del deliquio, de la oferta de empleo de Sánchez.
Según los propios servicios de inteligencia de la policía marroquí, «un tercio de los jóvenes quiere salir del país». Y su única vía de escape es España. La devolución judicial a Marruecos de los mayores de 18 años es expeditiva y por eso —oh, casualidad— resulta que casi ninguno de los que se tiran al mar los ha cumplido.
Quienes deben llevar a cabo el «imprescindible retorno» de los inmigrantes irregulares no son, en todo caso, Mauritania, Gambia, Senegal y Marruecos sino las autoridades españolas. Y la mejor prueba de su incapacidad de hacerlo es la proposición de ley que tramita el Congreso para regularizar a cerca de medio millón de los al menos 700.000 migrantes sin papeles que viven entre nosotros.
Desde el punto de vista dialéctico, lo verdaderamente «circular» ha sido el comportamiento in situ de Sánchez. Primero abre la espita, luego trata de cerrarla. Las próximas semanas nos dirán cuál es el saldo migratorio de esos dos bandazos. Pero en términos políticos la pregunta sigue en pie: ¿A qué ha ido Sánchez a África?
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Mi teoría es que su principal objetivo quedó consumado cuando su órgano oficioso, al que tanto ayuda en todos los órdenes, publicó el siguiente titular como primera noticia de su portada: «El ala dura del PP impone su discurso e incendia el debate migratorio».
O sea que Sánchez habría ido a África a tratar de demostrar una vez más que el PP es igual que Vox y que ni en materia migratoria ni en ninguna otra cuestión que implique sensibilidad social será posible llegar a acuerdos con ellos. Es decir, habría ido a apuntalar un relato que culpe al PP del bloqueo de la reforma de la Ley de Extranjería y justifique el abandono a su suerte de las comunidades desbordadas por el aluvión de menas.
Si además Yolanda Díaz sigue profundizando en su propio hoyo, al acusar de «xenofobia» a Sánchez por su retórica sobre el «imprescindible retorno» de los migrantes irregulares, mejor que mejor. La posición del líder socialista adquiere así una engañosa pátina centrista.
La promoción de los 250.000 empleos anuales para nuevos migrantes habría sido desde esta perspectiva un cebo, un capote ante el que el PP no tenía más remedio que embestir si no quería dejar el terreno expedito a Vox.
Es cierto que Miguel Tellado, número tres de Feijóo, reclamó, como reacción al «efecto llamada» de Nouakchott, que el Gobierno lleve a cabo «deportaciones masivas». Un concepto que siempre barajan los políticos que pretenden dar una sensación de firmeza en momentos de crisis, sin pasar nunca de las palabras a los hechos.
«El PP se escuda con razón en que la ‘rectificación’ de Sánchez, al hablar del ‘imprescindible retorno’ de los irregulares, implica ‘deportaciones masivas'»
El PP se escuda con razón en que es la misma consecuencia que se deduce de la «rectificación» de Sánchez. ¿Cómo se va a ejecutar el «imprescindible retorno» de los irregulares, teniendo en cuenta que se miden por cientos de miles, si no es con «deportaciones masivas»?
La aritmética es inexorable. El año pasado hubo algo más de seis mil devoluciones de inmigrantes, un 71% de ellas forzosas. Manteniéndose esa cifra, tardaríamos cien años en consumar el «imprescindible retorno» de los irregulares que ya están entre nosotros.
Pero si al mismo tiempo se reprodujera el número de irregulares que entraron el año pasado —más de cincuenta y seis mil—, nos encontraríamos con que, al cabo de ese siglo, los abocados a ese «imprescindible retorno» serían ya cinco millones y medio. Porque la cruda realidad es que por cada cien que llegan por la puerta de atrás, sólo diez salen por la de delante.
Negar, como hace el PSOE, que la propuesta de Sánchez o bien es irrelevantemente testimonial o equivale a las «deportaciones masivas» de Tellado es fariseísmo de carril. Pero ambas actitudes no son sino variantes de un mismo engaño.
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Más vale decirles a los ciudadanos la verdad: que esa fantasía autoritaria o, para ser más exactos, esa solución expeditiva de las «deportaciones masivas» es algo imposible de llevar a cabo. Por patentes razones jurídicas, económicas y logísticas, amén de humanitarias.
Ni siquiera Trump fue capaz de hacerlo durante su primer mandato. Por eso se aferró a otra quimera como la del muro de tres mil kilómetros que convertiría a su país en un fortín inexpugnable. Ahora vuelve a poner carteles electorales, prometiendo «¡Deportaciones masivas ya!» y Vance dice que empezarán por un millón. Pero nadie les cree.
En Estados Unidos hay al menos once millones de migrantes en situación irregular. Según los días, Trump habla de 15 o 20 millones de «invasores», marcando no sólo la pauta sino hasta la nomenclatura de Santiago Abascal y demás gerifaltes de la internacional ultra.
Pero ni siquiera es una cuestión de ideología. El progresista Obama fue tildado de «deportador en jefe» cuando logró devolver a 400.000 sin papeles por distintos procedimientos. Sin abdicar de las garantías jurídicas, recurrir a métodos brutales e invertir mucho más de los 30.000 millones de dólares que ya gasta el Departamento de Inmigración era imposible llegar más lejos.
«El exitoso plan de Meloni lleva invertidos 5 mil millones en fomentar el desarrollo en los países de origen, 10 veces más de lo aportado por Sánchez»
Nadie puede manejar esas magnitudes humanas. El propio Pacto sobre Migración y Asilo, alcanzado esta primavera en la UE, crea una ficción jurídica como es el periodo de doce semanas de «no entrada», durante el que los migrantes sin papeles pueden ser recluidos dentro de las fronteras del país al que han llegado, mientras se criban con criterios muy restrictivos sus peticiones de asilo.
También establece el concepto de «tercer país seguro» al que de manera concertada se podría enviar a los migrantes irregulares, aunque no tuvieran esa nacionalidad o ni siquiera hubieran pasado por allí. No parece que Marruecos o ninguno de los tres países que ha visitado Sánchez estén de momento por la labor de cumplir ese papel, como sí lo estaba Ruanda con los tories gobernando en el Reino Unido.
La justicia británica frustró esa «deportación masiva», pero ahora el laborista Starmer —además de pactar medidas de control migratorio con el socialdemócrata Scholz— habla ya de algún tipo de criba «offshore«. O sea, de algo tan surrealista como sacar fuera de la costa a los que lleguen de facto a ella para que sólo una pequeña parte pueda llegar de iure.
Y es significativo que Starmer haya declarado que está fijándose en el pacto de Italia con Albania por el que el gobierno de Tirana proporciona ese servicio de aparcamiento de migrantes irregulares. Tal vez no repare en que el exitoso plan de Meloni lleva invertidos cinco mil millones en fomentar el desarrollo en los países de origen de la inmigración hacia Italia. Cinco veces más de lo prometido por el nuevo premier británico y diez veces más de lo aportado por Sánchez a pachas con la UE.
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Todas estas cifras y experiencias nos indican, en suma, que el único control eficaz de la inmigración irregular es el que se realiza en origen, combinando la inversión que genere oportunidades en África con la cooperación policial para luchar contra las mafias in situ y una férrea vigilancia marítima.
Siento contradecir a Margarita Robles, pero no se me ocurre ninguna tarea con la que nuestra Armada pueda contribuir mejor a la seguridad nacional que impidiendo, de forma disuasoria, la llegada de pateras.
Me parece obvio, además, que el nivel de determinación y claridad que requiere esta estrategia restrictiva es incompatible con la promoción activa de la migración legal, por mucho que se froten las manos los empresarios de la construcción o de la fresa. Es preferible que ellos tengan problemas de mano de obra a que las costuras de la capacidad de integración de la sociedad española salten por los aires.
Cuando en España hay una tasa de paro del 11,5%, que entre los menores llega al 25,9%, sumando dos millones y medio de personas, debería ser un gran escándalo que el presidente del Gobierno reclamara 250.000 trabajadores foráneos al año.
El planteamiento de Sánchez, seis años después de llegar a la Moncloa, implica en todo caso el reconocimiento del monumental fracaso de sus políticas de fomento del empleo y de impulso a la natalidad. Máxime cuando, con casi un 18% de la población nacida fuera de España —24% en Cataluña y Madrid—, estamos entre los líderes en capacidad de acogida de la UE, por mucho que los sudamericanos sean más fáciles de asimilar por idioma y por cultura.
«Sólo cuando esos 2,5 millones de parados, cuando esos 700.000 irregulares estén integrados en el mercado laboral, deberíamos reclamar más mano de obra extranjera»
Un gobernante responsable convocaría mañana al jefe de la oposición, le explicaría la letra pequeña de las conversaciones mantenidas durante su gira y le instaría a trabajar a uña de caballo en una estrategia de Estado para afrontar el mayor problema que España comparte con el resto de la UE. Está en juego la viabilidad de la democracia y nuestro propio modelo de sociedad y su defensa requiere de una acción continuada, mucho más allá de una o dos legislaturas.
A corto plazo, hay que distribuir equitativamente los seis mil menas de Canarias y los quinientos de Ceuta por todo el territorio, dotando de medios extraordinarios a las Autonomías que los reciban. De forma simultánea hay que sellar las fronteras para taponar la llegada de más irregulares y comprar los servicios de nuestros vecinos para que las devoluciones de los que a pesar de todo lleguen no sean una entelequia marginal sino una realidad sustantiva.
Al mismo tiempo, hay que dejar de divagar sobre la ILP aceptada a trámite en el Congreso y proceder a regularizar, con cuantas restricciones sean precisas, al mayor número posible de ese medio millón de sin papeles que lleva más de tres años entre nosotros engrosando la economía sumergida y deambulando en la marginalidad. Entre el 85 y el 2005 lo hicimos ocho veces y ya se va demorando demasiado la novena.
A medio plazo, toca invertir mucho más en cooperación para el desarrollo y acelerar la aplicación del Pacto Europeo sobre Migración y Asilo, aunque no sea de obligatorio cumplimiento hasta 2026. (Es obvio que ni la actual presidencia húngara, ni la polaca y danesa que vienen a continuación, van a hacer nada por impulsarlo).
Y todo esto dentro de un gran consenso para incentivar la natalidad, favorecer la formación profesional, impulsar la búsqueda de empleo y restringir los subsidios a quienes realmente no tengan alternativa. Sólo cuando esos dos millones y medio de parados, sólo cuando esos 700.000 irregulares estén integrados en el mercado laboral, deberíamos reclamar más mano de obra extranjera.
Ganar una década en ese proceso sería clave para asentar nuestras instituciones y nuestra convivencia.
Pero ¿es Sánchez un gobernante responsable? ¿Y si lo fuera, le permitirían a Feijóo comportarse con la generosidad y altura de miras necesarias para compatibilizar la colaboración en este empeño con tantas otras insoslayables discrepancias? Afronten con sinceridad estas preguntas y contesten luego a la que hoy encabeza mi Carta.