SANTIAGO GONZÁLEZ-EL MUNDO

Después de las elecciones del domingo solo hay una idea básica que está medianamente clara: las ha ganado el PSOE y las ha perdido el PP, aunque Madrid, comunidad autónoma y ayuntamiento constituyen un factor de ambigüedad que podría definirse con la categoría acuñada en marzo de 1996, cuando las urnas se mostraron más piadosas que las encuestas, al darle la victoria a Aznar por sólo 290.328 votos. Felipe repitió una frase que atribuyó a Alfonso Guerra para definir el júbilo con el que habían acogido los resultados en Ferraz y las muy forzadas sonrisas de los triunfadores en el balcón de Génova.

Al cabo de pocos meses se comprobó que no hay victorias amargas, que estas tienden a ser dulces aunque sea a base de edulcorante y que el dulzor de algunas derrotas deja tras de sí un retrogusto amargo. Vale decir que si la capital y la comunidad madrileña cayeran en manos del PSOE por los caprichos de los pactos postelectorales, la victoria de Sánchez sería total, aplastante. La impresión de que el PP había recuperado el Ayuntamiento después de cuatro años del mandato de Carmena y la posibilidad de que pudiera mantener el Gobierno de la Comunidad es el detalle que permitió sacar pecho a Pablo Casado y endulzar considerablemente su derrota general.

Había sin embargo, un exceso de wishful thinking en la interpretación del escrutinio, al sumar los escaños de lo que la ministra de Justicia en funciones bautizó en un rapto de inspiración como la derecha trifálica y comprobar que superaban la mayoría absoluta, al sumar el PP, Ciudadanos y Vox 68 escaños frente a los 64 del PSOE, Más Madera, digo Madrid y Unidas Podemos.

El fracaso de Pablo Iglesias frente a Errejón es evidente (siete escaños contra 20) y plantea a Ángel Gabilondo, que es un hombre de orden uno de esos interrogantes difíciles: ¿qué pinto yo con esta tropa? Por eso, el mote de Lola Delgado, las veces que el presidente en funciones se ha referido a los tres partidos como la derecha y sus tres siglas y Ábalos, el mismo Ábalos que ayer llamaba a Ciudadanos a ejercer de valladar contra la extrema derecha, era el que les englobaba la semana pasada en la misma «derecha a la que no le importa España si no manda».

Pablo Iglesias ha dado la brasa a España entera con la serie televisiva que ha convertido en manifiesto de su partido, Juego de Tronos. Algo nos hizo suponer que este chico no sabía trabajarse las metáforas cuando hace cuatro años, cuando regaló los vídeos de la serie a Felipe VI durante una visita a Bruselas. Hace falta querer equivocarse al regalar un juego de tronos a un Rey tan evidentemente profesional.

El otro partido emergente, Ciudadanos, es más de Borgen, como le oí decir razonablemente a Ignacio Camacho. Es una analogía que forzosamente ha de gustar a Albert Rivera, con una protagonista, Birgitte Nyborg que consigue llegar a Borgen, La Moncloa de Dinamarca para entendernos, habiendo quedado la tercera en las elecciones. Como Ciudadanos en Andalucía en diciembre o en el Ayuntamiento de Madrid el domingo pasado.

El PSOE fue el inventor de estas virguerías. Apoyó al tercero en Cantabria (PRC) en contra del primero (PP). El resultado natural es que ‘Revilluca’ ha sido el más votado y el PSOE ha pasado a ocupar la tercera plaza. Ahora proponen a Ciudadanos un cambio de cromos: ellos votan a Villacís para alcaldesa de Madrid y los diputados naranja votan a Gabilondo para la Comunidad.

Es una operación complicada, también en lo conceptual. Ángel Gabilondo había prometido reimplantar el impuesto sobre sucesiones y donaciones, gozosamente apartados del horizonte fiscal de los madrileños. No creo que el programa fiscal de Ciudadanos vaya a ser tan maleable.