- Almas de corcho estéril que, en las páginas de sus periódicos, han acogido el horror de los seis asesinatos sin que apenas una voz se alzase para decir «¡basta!»
Una bala a quemarropa cambió todo en la España del verano de 1997. Miguel Ángel Blanco había sido secuestrado tres días antes. Ante el cadáver del joven, fríamente ejecutado aquel 13 de julio, por primera vez la ciudadanía vasca gritó que ya era demasiado. Y, tras la ciudadanía vasca, la de toda España. El fin de ETA se inició ese día.
El recuerdo de aquel estupor me sacudió hace tres días, ante las imágenes que a toda la prensa mundial le llegaban desde Israel. También, a quemarropa. También como desenlace de un secuestro. Solo que, esta vez, fueron seis los igual de fríamente ejecutados. Por sus carceleros de Hamás. De los seis, solo uno pertenecía al Ejército israelí: aunque el suboficial de 25 años, Ori Danino estaba fuera de servicio y desarmado. ¿Los otros cinco? Hersh Goldberg-Polin, 23 años, israelí-estadounidense que acampaba en la zona de lo que se anunciaba solo como una estupenda fiesta. Carmel Gat, 40 años, ergo terapeuta que había viajado desde Tel-Aviv para visitar a su familia. Alex Lubnov, 32 años, barman en el festival de música. Eden Yerushalmy, 24 años, camarera. Almog Sarusi, 27 años, que celebraba con su novia el evento.
Todos ellos arrastraban, la semana pasada, ya más de nueve meses de cautiverio durísimo. Sabemos, por los que, más afortunados, han ido siendo liberados por el Ejército israelí, cuáles eran las condiciones materiales de su secuestro: exiguos recintos, oscuridad total, condiciones higiénicas degradantes, alimentación de mínima supervivencia; sin entrar en las humillaciones y agresiones sexuales a las que fueron —a las que siguen siendo— sometidas, sobre todo, las mujeres. ¿Qué motivo llevó a los islamistas de Hamás a asesinar a sangre fría precisamente a esos seis? Nada excepcional: simplemente, la sospecha de que pudieran estar a punto de ser rescatados por el Ejército. Algo, desde luego, imperdonable. El Corán es muy claro acerca del modo en que los enemigos deben ser tratados y qué consideración merecen sus vidas infieles.
Y, en las imágenes de ese séxtuple asesinato a sangre fría, el escalofrío de un acorchamiento anímico me ha golpeado. No ante la barbarie de los asesinos: eso está descontado para cualquiera que conozca la norma coránica, para cualquiera que haya leído el Manifiesto fundacional de Hamás, que se inicia con la promesa de exterminar a todos los judíos de Israel. Es el entumecimiento de una Europa moralmente anestesiada el que se me hace imperdonable. Esas almas de corcho estéril que, en las páginas de sus periódicos, han acogido el horror de los seis asesinatos sin que apenas una voz se alzase para decir «¡basta!»
¿Pero, qué demonios nos está pasando? Secuestrar, torturar, violar, asesinar a sangre fría nos parece imperdonable, desde luego… Siempre y cuando los secuestrados, torturados, violados sean de los nuestros. Pero estos —y estas— no lo son. Son judíos. Un grado menos que humanos. Y cualquiera puede hacer con ellos —y con ellas— cuanto se le antoje. No va a ser Europa, desde luego, quien alce voz alguna para impedirlo. Ni va a ser Europa la que deje de financiar la construcción de los túneles en los cuales ha transcurrido su infierno y muerte, ni va Europa a dejar de financiar a esa «humanitaria» UNRWA, cuyos funcionarios fueron fotografiados como protagonistas de la matanza del 7 de octubre.
Tras el verano de 1997, después del disparo a quemarropa contra Miguel Ángel Blanco, nada volvió a ser igual. Tras las seis ejecuciones a quemarropa de la semana pasada en Gaza, todo seguirá siendo como ha sido siempre: obsceno. Es el viejo antisemitismo, cuya pulsión de muerte busca enmascararse ahora bajo nombre de antisionismo. No, no es tan solo Hamás el responsable.