Cristian Campos-El Español
Quien quiera un análisis mesurado sobre el lacerante asunto de la irrelevancia internacional de España, que lea el editorial que EL ESPAÑOL publicó este martes.
Porque lo que viene a continuación es la versión sin censura de ese cabreo que asalta a cualquier español con un mínimo de autoestima cuando ve cómo una de las clases políticas más cortoplacistas de Occidente se enfrasca en reyertas ratoniles de gestor de diputación provincial mientras España se despeña por los ránkings internacionales (PIB, paro, corrupción, inflación, libertad de empresa, peso militar, peso diplomático) y se convierte en una nación estrictamente intrascendente.
Aquí estamos a lo importante, que es discutir si los destripaterrones macrocéfalos de un lado son más o menos tolerables que los mascachapas cejijuntos del otro. «¡En Europa detestan a los destripaterrones macrocéfalos!» dicen los destripaterrones macrocéfalos de la superioridad moral. «¡Tus mascachapas cejijuntos veneran a asesinos!» dicen los mascachapas cejijuntos cuya mayor virtud es la paciencia con la que esperan al momento en que puedan reinar sobre las cenizas.
«¡Volemos el país por los aires a ver qué pasa!» dicen los encarregats catalanes mientras se reparten el botín de lo robado a lo largo de los últimos 40 años con la elegancia de una horda de vikingos con bragas de encaje. «¿Quién me ofrece el doble?» braman los subasteros vascos mientras llenan las calles de tcharmiles importados a precio de trufa blanca para que sus ciudadanos caten de primera mano las delicias delincuenciales de los arrabales de Casablanca. O de Barcelona, que para eso han votado sus habitantes a una individua que sería capaz de convertir Tokio en un vertedero de neumáticos si le dan campo libre y el mando del BOE de por allí.
«¡Las mujeres no existen!» dice una ministra que no sabe que lo es mientras su pareja, un tertuliano de cuya legendaria molicie se burlan hasta sus antiguos colegas del Consejo de Ministros, toca los platillos con entusiasmo a las órdenes de la burguesía de ultraderecha catalana. ¿Pero cómo va alguien a respetar un país en el que este paisanaje estrictamente tercermundista se enseñorea de las televisiones y de los medios y da ruedas de prensa sobre la Covid, y la guerra, y la economía?
Aquí estamos a lo urgente, que es arremeter con la cornamenta en llamas contra todo aquel que ose demostrar un mínimo respeto por el país, por sus ciudadanos o por sí mismo. En España sólo hay una líder que ha acaparado portadas en los medios de prensa internacionales (y que ha generado riqueza, atraído inversiones, conservado puestos de trabajo y respetado la libertad de los suyos) y lo más bonito que le hemos dicho es «loca del coño» mientras su propio partido se juramentaba para derribarla con los ojos inyectados en bilis. ¡A quién se le ocurre sospechar siquiera que España puede ser algo más que una miserable oclocracia!
Con toda España retrocediendo a ritmo de velocista hacia el terruño medieval («¡el futuro de los cogolludenses lo decidirán los cogolludenses!» bramaba hace unos días el teniente coronel funcionario de una región española conocida por su extraordinaria dependencia de los dineros arrebatados a los ciudadanos productivos de Madrid), el rebaño cantonalista patrio se dedica a apretar los puños con fuerza cuando el Gobierno central insinúa la mera posibilidad de promulgar una ley que iguale a los ciudadanos españoles (a todos) en los derechos y obligaciones de una democracia liberal del siglo XIX. Algo, por cierto, que no ocurre desde hace años.
«¡Nostalgia de imperio!» dicen esos cantonalistas, encantados de seguir viviendo en el siglo VI, cuando su mundo conocido no iba mucho más allá de la distancia que era posible caminar antes de que la cabra se cansara y diera media vuelta.
Lo correcto, por lo visto, debe de ser lo suyo: la nostalgia de melonar. La nacioncita pequeña, identitaria, miserable. La del ADN, los ocho apellidos y el baile regional ridículo frente al asesino de la villa, que es el tonto del pueblo de toda la vida de dios, pero rebozado en progresismo mesiánico y con una pistola entre las manos.
A eso hemos de dedicar los españoles nuestro tiempo mientras en el resto del mundo se dedican a pensar qué será de su país en diez, veinte o cincuenta años.
Al rebaño patrio no le molesta en nada, en cambio, ver al presidente del Gobierno ser humillado por partida doble. La primera, por decisión propia, teatralizando de forma absurda una relevancia internacional de la que España carece.
La segunda, cuando Estados Unidos decidió no convocarlo a una conferencia en la que estaban hasta los polacos. ¡Hasta los polacos!
Y eso mientras el Gobierno envía más soldados, y la joya de la Armada, y más aviones, a un escenario bélico en el que en el mejor de los casos España hará de coche escoba y que en el peor de esos casos pondrá muertos a los que nadie honrará. Suerte tendremos si esos ataúdes no son escupidos por los socios del mismo Gobierno que los envió a defender los intereses geoestratégicos de quien ni siquiera sabe que existimos.
Tan acostumbrados estamos a ser el último mono de la feria que la cosa de la invisibilidad de España en el escenario internacional apenas da en nuestro país para cuatro tuits y media docena de memes. Aquí lo divertido es pasarnos el día debatiendo sobre la nación de Schrödinger. Que si existe, que si no existe, que si somos una, o diecisiete, o trescientas veintiocho. ¿Existimos los españoles o somos sólo una fantasía en la mente de un demiurgo neorrancio?
Aquí tuvimos a un aspirante a la presidencia que, con preclara visión de futuro, decidió no levantarse al paso de la bandera del país que debe cubrirnos las espaldas cuando Marruecos entre a sangre y fuego en Ceuta y Melilla. Tenemos a otro cuyo mapa mental del mundo no iba más allá de Outeiro y otro, actualmente en ejercicio, que decidió retirarle por sorpresa la escolta al portaaviones Abraham Lincoln cuando este se dirigía al estrecho de Ormuz para adentrarse en el golfo Pérsico, probablemente a cambio de la simpatía o el voto de algún hotentote de provincias.
¿Nostalgia de imperio? Qué más quisiéramos. Yo me conformaba con no ser una nación con todo su pasado por delante.