Dice Mónica García que los «conspiranoicos» no han entendido su propuesta de la ciudad a 15 minutos. «Las élites globalistas quieren encerrarle a usted en su barrio» caricaturiza la líder de Más Madrid. Un poco facilón, eso de agarrarte a zumbados que creen que la Tierra es plana para convencer al resto de que tu plan de hacerla cuadrada no sólo es factible, sino deseable.
Pero hay que ver esos conspiranoicos, qué imaginación tienen. ¿Cuándo ha prometido el populismo de extrema izquierda una utopía que no se haya cumplido? ¿Acaso existe algún ejemplo histórico de paraíso socialista que haya derivado en distopía? ¿Uno solo?
La idea de los 15 minutos es tan sencilla que hasta parece estúpida y quizá incluso lo sea. Propone ciudades divididas en zonas delimitadas y en las que todos los ciudadanos vivan a 15 minutos caminando o en bicicleta de todo lo que necesitan: comida, hospitales, ocio, trabajo. El objetivo último es reducir las emisiones contaminantes. En su versión ideal, sin hacer uso del coche, salvo para salir de la ciudad.
Dicho de otra manera. La ciudad a 15 minutos es el barrio de toda la vida de Dios. Pero mejor. Más verde. Más limpio. Más amable. Más humano. Como la familia posmoderna, que es igual que la tradicional, pero mejor. Más comprensiva. Más inclusiva. Más libre.
Pero los barrios actuales no cumplen los requisitos. Porque en ellos todavía hay coches. Todavía hay casas de apuestas, supermercados de Mercadona, bares, tiendas de marcas multinacionales, carnicerías, oficinas del BBVA, comisarías de policía y otros servicios que afean Villa Pingüino. Todavía hay ciudadanos que deben usar su coche para llegar al polígono en el que alguien ha decidido instalar la sede central de su empresa.
En la ciudad a 15 minutos, el político te trae tu centro de trabajo a dos minutos de tu casa. Te trae también tu cine preferido. Tu restaurante preferido. Tu bar preferido. Tu sala de conciertos preferida. Sólo que es él quien decide cuáles son tus preferidos.
Porque él, en calidad de socialista, sabe mejor que tú lo que tú deseas. Y si deseas algo que él no ha previsto, el que se equivoca eres tú, no él.
Como en Brasilia, donde los comunistas Oscar Niemeyer y Lúcio Costa, arquitecto y urbanista respectivamente de una de las ciudades más inhóspitas, inhumanas y estéticamente grotescas jamás diseñadas, planificaron hasta el último detalle cómo iba a ser la vida de sus habitantes. Para ello diseñaron zonas residenciales agrupadas en islas de bloques de viviendas en las que los vecinos dispondrían de todos los servicios necesarios: tiendas, ocio, zonas ajardinadas.
El resultado es un gulag funcionalista del que sus habitantes huyen en cuanto llega el fin de semana y al que sólo te mudarías a cambio de un salario indecente o si el Estado te obligara a ello por la fuerza.
Cuando le preguntaron a Niemeyer por el fracaso de su utopía socialista, culpó al capitalismo:
–Después de diseñar Brasilia llegaron los hombres del dinero, del capital, y todo cambió. Llegaron la vanidad y la individualidad más detestables y los hábitos cambiaron gradualmente, para adquirir aquellos de la burguesía que odiamos.
Niemeyer y Costa habían diseñado una ciudad para el ser humano ideal, uno al que sólo le hacía falta ser pastoreado por un sabio planificador central (casualmente los grandes intelectuales Niemeyer y Costa), para despertar en una utopía diseñada hasta el último detalle. Pero a Brasilia llegaron seres humanos vulgares, de esos que se empeñan en vivir su vida como quieren y no a la manera que otros imaginan para ellos, y el invento se fue al garete.
Quizá con un poco más de violencia, la cosa habría funcionado. Así ha solucionado tradicionalmente el socialismo sus fallos de planificación.
«Pero es que Brasilia es lo opuesto a la ciudad de 15 minutos» dicen aquellos que no comprenden que lo que emparenta Brasilia con la ciudad de 15 minutos no es la finalidad del concepto, sino el hecho de que ese concepto sea finalista.
Un concepto diseñado por un planificador central que no te dice dónde debe construirse un hospital o cómo debe regularse el tráfico o dónde debe construirse un parque, sino cómo deben vivir los ciudadanos su vida y qué es lo que necesitan para ser felices.
Su objetivo no es por tanto organizar un marco capaz de acomodar las millones de casuísticas individuales que componen una gran ciudad de la manera menos intrusiva posible, sino lo contrario: acomodar las casuísticas individuales a ese marco que se supone ideal, incuestionable y, por supuesto, final.
Y si las circunstancias cambian, ya le aserraremos las extremidades al ciudadano para que quepa en el lecho de Procusto.
Porque la que falla nunca es la utopía, sino el ser humano que no se adapta a ella.
Lo que emparenta Brasilia con la ciudad a 15 minutos es la idea del ser humano como una hormiga estabulada cuyo libre albedrío no tiene sentido si este no redunda en beneficio de la comunidad y de un ideal superior. El clima, la resiliencia, la salud mental, la sostenibilidad o cualquiera que sea la fe de la secta mayoritaria del momento.
«Es que en la ciudad a 15 minutos nadie te obliga a comprar en el supermercado de tu zona delimitada. Eres libre de caminar tres horas hasta el supermercado de otra zona delimitada si así lo deseas». Claro. Como en Brasilia. Ahí también son libres. Tanto, que nadie escoge voluntariamente vivir en Brasilia.
Brasilia es, además, el ejemplo perfecto de por qué la ciudad a 15 minutos no funcionará jamás. Brasilia se diseñó para el coche porque en aquel momento el socialismo creía que el coche liberaba a la clase trabajadora. La ciudad a 15 minutos se ha diseñado en contra del coche porque el socialismo de hoy cree que el coche esclaviza. Es probable que dentro de 50 años no existan los coches, pero lo que es seguro que existirá es un socialista diseñando una utopía perfecta en función de unas circunstancias coyunturales que cambiarán en unos pocos años y le obligarán a diseñar una nueva utopía perfecta.
En el mejor de los casos, la ciudad a 15 minutos es una obviedad. A fin de cuentas, todos los ciudadanos escogen su lugar de residencia en función de sus posibilidades, buscando los servicios que creen necesarios y poniendo en una balanza expectativas y realidad, es decir sus preferencias personales y las opciones a su alcance.
En el peor de los casos, es ingeniería social.
La pregunta es por qué pretende Mónica García, en coincidencia con compañeros de viaje como el Foro Económico Mundial o la ONU, convertir Madrid en una ciudad a 15 minutos, si Madrid ya es una ciudad a 15 minutos.
Y la respuesta es porque la delimitación de la ciudad en «zonas administrativas» permite organizar la vida de los ciudadanos de formas que no permiten los barrios actuales. La ciudad a 15 minutos abre la puerta al control de la circulación y de la actividad económica y, por lo tanto, a un sistema de sanciones que establezca, por ejemplo, un número máximo de «circulaciones» permitidas, o que recompense y castigue a los ciudadanos con criterios similares a los de los créditos reputacionales de buena conducta que el gobierno chino está implantando de forma progresiva.
Pero quizá sea verdad que eso es ponerse en la peor de las posibilidades. En la conspiranoia. Así que probablemente sirva de ayuda, para examinar las buenas o malas intenciones de la ciudad a 15 minutos, conocer algo sobre su creador, Carlos Moreno.
Carlos Moreno es un urbanista colombiano de 64 años residente en París y asesor de Anne Hidalgo, alcaldesa socialista de la ciudad. Moreno vivió en Colombia hasta 1979 y huyó a París tras militar en el grupo terrorista de extrema izquierda M-19. Cuando se le pregunta a Moreno sobre sus años en el M-19, responde dibujándolo como un «movimiento urbano» más cercano a una ONG que al terrorismo.
«Hay que volver a esa época de narcomilitarismo para entender. Colombia es un país carcomido por el narcotráfico. Los gobiernos sucesivos, los militares y las grandes fortunas tienen vínculos con él».
«El M-19 quería cambiar el mundo informando, repartiendo cargamentos de leche entre la población. Era festivo. Nuestra intención era hacer protesta pacífica».
«Necesitábamos armarnos para no morir».
«No he matado a nadie. Pero participé en acciones armadas».
Cuando la entrevistadora, Anatxu Zabalbeascoa, le pregunta por su apartamento con vistas al Sena, él responde que «la aspiración a ser burgués debe existir para todos».
Cuando se le pregunta en qué se diferencia la ciudad a 15 minutos del barrio de toda la vida, responde que la diferencia es internet y que ahora se puede teletrabajar. Dice también que la clave es ser «locales, pero cosmopolitas».
Cuando se le pregunta cómo se consigue que en un barrio de galerías de arte como ese en el que vive él la gente corriente pueda permitirse un alquiler, responde que la ley obliga en Francia a que todos los barrios cuenten con un 25% de vivienda social.
Cuando se le informa de que permitir que las bicicletas ocupen la ciudad ha aumentado los atropellos en un 36%, responde que los ciclistas deben respetar los semáforos y pedalear sin aislarse escuchando música.
Ahí tienen el socialismo en todo su esplendor.
Carlos Moreno repartía leche e información, pero necesitaba armarse.
Participó en «acciones armadas», pero nunca mató a nadie.
Vive en un apartamento de lujo en un barrio de lujo, pero conoce perfectamente lo que necesita la clase obrera en los ghettos de la periferia.
Promete localismo, pero cosmopolita.
Cuando se le pregunta por su ciudad a 15 minutos demuestra que está pensando en ciudadanos con trabajos de alta cualificación y que pueden permitirse el lujo de teletrabajar. Es decir, en él mismo.
Vive en un barrio elitista que no se podría permitir ninguna de esas personas a las que Moreno dice querer «salvar» del capitalismo, pero se ampara en el porcentaje (incumplido) de una ley que pide vivienda social para esquivar la contradicción.
Cuando se le pregunta por el contraste entre las buenas intenciones del socialismo y sus desastrosas consecuencias en la práctica le echa la culpa a los ciudadanos por su empeño en no comportarse como la utopía preveía. Como todos los socialistas, juzga su utopía por la mejor de sus intenciones y al capitalismo por la peor de sus realidades.
La idea, en fin, era buena. Pero se aplicó mal.
Sacar el tráfico del centro de la ciudad… para que lo sufran los habitantes de la periferia.
Peatonalizar los barrios… asfixiando al pequeño comercio que los humaniza.
Diseñar una ciudad para las bicicletas… aumentando los atropellos.
Construir una ciudad para las elites urbanas ociosas… y pretender que eso beneficiará a la clase trabajadora que no puede teletrabajar.
Prohibir los coches de combustión… para que sólo los ricos puedan permitirse un coche eléctrico.
Replicar artificiosamente la vida de un pueblo, en realidad una grotesca caricatura de la vida rural… en una ciudad de tres millones y medio de habitantes.
Topar los precios del alquiler… y encarecer los precios de la vivienda.
«¿Por qué una calle ruidosa y contaminada tiene que ser una calle ruidosa y contaminada? ¿Por qué no puede ser un jardín con árboles?» dice el antiguo miembro del M-19 reconvertido en urbanista Carlos Moreno.
¿Y por qué no pueden los ciudadanos vivir en suntuosos palacios con escaleras bifurcadas, jardines franceses y frescos en su bóveda central? ¿Por qué no puede el salario mínimo alcanzar los 5.000 euros, en vez de unos miserables 1.260? ¿Por qué no podemos imprimir dinero infinito sin generar inflación? ¿Por qué la planificación centralizada no ha funcionado jamás si las intenciones eran impolutas?
Pero confiemos. Esta vez saldrá bien. Sólo hace falta que las hormigas se comporten conforme al plan.
Sólo eso.