Ignacio Marco-Gardoqui-El Correo
En este lío que se ha montado alrededor de los bancos hay cosas que no están nada claras. Y no deben ser pocas porque su reflejo en los mercados financieros es de locos. Ayer mismo, las bolsas abrieron en modo pánico, mostrando caídas generalizadas y más intensas en los bancos, para recuperarse a lo largo de la mañana y cerrar en zona templada. Creo que no todo es culpa de la histeria que acompaña a diario a los operadores bursátiles. No es comprensible que nos hayamos pasado toda la semana pasada oyendo mensajes de tranquilidad emitidos por las autoridades monetarias para enterarnos el domingo, poco antes de conectar con el Nou Camp, de que esas mismas autoridades le habían ‘empujado’ al banco UBS a acoger en su amantísimo regazo a su excompetidor, el Credit Suisse, que nos habían asegurado que no necesitaba de cuidados especiales.
El precio de la transacción acordada fue la mitad de lo que valía el viernes al cierre de la Bolsa. El 50% de pérdidas en dos días festivos son demasiadas pérdidas. Así que la explicación hay que buscarla entre dos posibles. O bien se ocultaron (palabra muy gruesa, quizás demasiado) datos el viernes para evitar la debacle, o bien se descubrieron pasivos ocultos entre el sábado y el domingo. Elija. Y luego está el bulo que circuló basado en el error de que los bonistas que suscribieron los llamados ‘Cocos’ iban por detrás de los accionistas a la hora del reparto de los restos del naufragio. Una eventualidad que repugna al sistema. ¿Quién debe pagar los platos rotos en los fracasos bancarios? Los primeros, sin duda, los accionistas. Las reglas del juego son así de crudas. Si cobran por el reparto de los beneficios obtenidos deben pagar cuando los que se obtienen son pérdidas. Y los bonistas no son dueños, son prestamistas y deben cobrar antes… si queda algo, claro.
Para las autoridades, ni los bonistas ni los accionistas son un problema. No piensan en ellos. Piensan en los depositantes. En aquellas personas que han dejado su dinero en el banco confiando en su robustez o, mejor dicho, en la apariencia de robustez que certifican los reguladores que los vigilan. ¿Y qué hacer cuando se produce un fallo en esa vigilancia? Recuerden la crisis bancaria. Los Estados los salvaron aportando liquidez y buscando a otras entidades para que ejerciesen de salvavidas, igual que ahora en Suiza. Pero desde entonces no ha pasado ni un solo día en que alguien no haya acusado a los gobernantes de haber salvado a los accionistas. No es cierto, pero es un arma muy eficaz y de gran efecto destructor para la lucha política. Y eso es prioritario, claro está.