ABC 05/12/16
JUAN MANUEL DE PRADA
· Las constituciones son siempre obra de un poder político que anhela transformar toda la estructura del orden social
COMO Julio Camba, pienso que la única Constitución buena no es la que se hace con artículos, sino con rayas que establezcan el límite del atropello de los gobiernos a los ciudadanos. Camba se burlaba ferozmente de la manía constitucionalista, que se le antojaba una engañifa de truhanes empeñados en vivir a nuestra costa: «¿Pero es que ustedes han tomado en serio –escribió– a los diputados cuando les decían que sin Constitución no hay manera de vivir y que como ellos eran los únicos capacitados para hacer una, teníamos que mantenerlos en el Congreso hasta que la diesen por terminada, so pena de un cataclismo nacional? Más difícil que vivir sin Constitución me parece a mí vivir sin dinero, y ello no obstante, los españoles vamos tirando todavía». Si en tiempos de Camba los diputados afirmaban que sin Constitución no hay manera de vivir, ahora nos dicen que no hay manera de vivir sin reformarla.
En su magnífico y más reciente libro que encarecidamente recomiendo, «Constitución. El problema y los problemas» (Marcial Pons, 2016), Miguel Ayuso nos enseña que detrás de esta manía de hacer y reformar constituciones subyace un movimiento ideológico que políticamente se corresponde con el voluntarismo. Y es que las constituciones son siempre obra de un poder político que anhela transformar en función de principios ideológicos no sólo la organización misma del poder, sino toda la estructura del orden social. El poder político –afirma Ayuso, siguiendo al profesor Luis Sánchez Agesta– quiere configurar el orden social, no por un crecimiento o evolución de fuerzas sociales espontáneas, sino por una imposición voluntarista sobre la sociedad. Así, mediante la reforma de las constituciones, el poder político deja de ser una emanación de la comunidad que rige, para conformarla de acuerdo con los principios de su ideología política.
San Ignacio aconsejaba no hacer mudanza en tiempo de desolación; y san Agustín nos enseñaba que el alma sólo halla descanso en las cosas que son firmes. Y, por llevarles la contraria a hombres tan sabios, se proponen nuestros diputados reformar la Constitución. Una de las reformas que más cachondos los ponen es la «revisión del modelo territorial», dizque para convertir España en un estado federal y así dejar contentos a los nacionalistas (aunque querer contentar a quien no quiere ser contentado es locura). Pero, como advierte Miguel Ayuso en su excelente libro, en un contexto postestatal «caracterizado por el retroceso de las ideas de soberanía y territorio y por la afirmación de diversas instancias supraestatales entre las que se dispersa el poder político», el federalismo se erige en elemento de desintegración. Por supuesto, el federalismo que nos quieren colar en la Constitución nada tiene que ver con el federalismo tradicional, sino que se trata de un federalismo perverso, acorde con los principios de la ideología política imperante, que actúe como «instrumento de desnacionalización». Como explica Miguel Ayuso, «un federalismo que disuelve los Estados nacionales como si fueran quistes que deben ser extirpados permite la convergencia de los nacionalismos larvada o explícitamente secesionistas con los supranacionalismos las más de las veces sinárquicos». Es decir, se trata de entregar España a la rapiña secesionista y, a la vez, a las consignas del mundialismo.
Y es que, como decía Camba, «para estos energúmenos es lo mismo ensamblar las piezas de un puzzle, a fin de formar un cuadro, que coger un cuadro y hacerlo añicos, al objeto de crear un puzzle».