- El registro de errores y fracasos de Bolaños y Vallés tendría que hacer pensar a Sánchez sobre el cómo y el con quién se propone terminar la legislatura. Sus servicios de apoyo no funcionan
La crisis de Gobierno del pasado mes de julio gravitó más sobre el cambio del equipo de la Moncloa que sobre la alteración de los equilibrios en el Ejecutivo. Sánchez quiso que Iván Redondo siguiese al frente de su Gabinete, pero no lo consiguió porque el donostiarra difícilmente podría haber admitido que un subordinado suyo —Félix Bolaños— se convirtiese en un superior jerárquico, nada menos que como titular del Ministerio de la Presidencia. Al que Sánchez no hizo vicepresidente, pero al que ha otorgado en la práctica tal condición. Nadia Calviño es una técnica; Yolanda Díaz representa a la parte minoritaria de la coalición y mantiene firme las riendas de Trabajo y Teresa Ribera asume la vicepresidencia tercera por razones que todavía están por desentrañar.
Sin embargo, Félix Bolaños, apadrinado por el aura de un gestor eficaz, no ha estado a la altura de las expectativas sino muy por debajo de ellas. Desde que asumió en la Moncloa las funciones ministeriales, la mayoría parlamentaria de la investidura se ha roto en varias ocasiones sin que sus habilidades interlocutoras fueran suficientes para evitarlo. De no ser por el PP, incluso por Vox, y en último término por EH Bildu, siempre en jugadas al límite del tiempo reglamentario, el Ejecutivo hubiese naufragado en el Congreso de los Diputados.
Por fortuna para Sánchez, esa derecha que es «una desgracia» (sic) y cuyos gobiernos fueron de «mangantes» (sic) ya le ha salvado la modificación de la Ley de Defensa Nacional y ha impedido que los independentistas y sus socios en el Consejo de Ministros constituyeran una comisión parlamentaria de investigación sobre el CNI y Pegasus. Y de no haber sido por la abstención de Vox, tampoco hubiese prosperado la convalidación del decreto ley sobre los fondos europeos.
Sin que vengan a cuento teorías conspirativas, Alberto Casero, torpe diputado del PP, «regaló» al presidente y a Díaz, la aprobación de la reforma laboral y, de no ser por EH Bildu (cinco escaños), el Ejecutivo no habría sacado adelante la convalidación de su decreto anticrisis. De tal manera que Bolaños lo intenta, pero no acierta; parece seguro, pero todo lo que gestiona resulta frágil. No era como parecía. Jactarse de que esto es «geometría variable» es excesivo: se trata, simplemente, de capacidad de trueque, suerte y de un PP que, con Núñez Feijóo, despliega una correcta estrategia de relación con el Ejecutivo.
Quizás el momento más bajo —en lo técnico jurídico y en lo político— de Félix Bolaños se haya producido en la crisis del CNI. Por varios motivos: fue él quien urdió la estratagema para ventear que también los teléfonos del presidente y de la ministra de Defensa resultaron hackeados sin reparar en que su responsabilidad como secretario general de la Presidencia en mayo de 2021 era que eso no hubiese sucedido; y fue él quien trató, y no consiguió, que los independentistas catalanes amainasen en su propósito de castigar a Sánchez.
Ambas circunstancias son interesantes. En 2020, el Gobierno, a preguntas de Vox, contestó por escrito que la «seguridad física o de comunicaciones, entre otras» de Pedro Sánchez, correspondía al departamento de seguridad de la Presidencia del Gobierno (véase el Real Decreto 136/2020 de 27 de enero y su artículo 7.1 y otros conexos). O sea, que la intervención de la terminal de Sánchez fue responsabilidad del director al frente de ese departamento, que a su vez dependía en mayo del pasado año de Félix Bolaños.
Sin embargo, Bolaños ha tenido la habilidad de que Robles se coma el marrón disciplinadamente, sacudiéndose la íntegra responsabilidad del fallo de seguridad en las comunicaciones presidenciales. Con la ayuda de la ministra portavoz, Isabel Rodríguez, que en Onda Cero negó una competencia nítida del ministro en la norma que establecía sus competencias anteriores. Y con la complicidad también de los propios independentistas para los que Bolaños es un auténtico chollo. Parece que también lo es para los díscolos socios de la coalición a los que el ministro —muy a diferencia de Carmen Calvo— no sabe ni persuadir, ni contener. Están cada vez más desmandados —ahora sobre el borrador de nueva ley del aborto— y hostigan sin descanso al PSOE desde el Consejo de Ministros.
Por lo demás, bajo la dependencia orgánica de Sánchez y funcional de la ministra portavoz, se sitúa la Secretaría de Estado de Comunicación que ostenta Francesc Vallés. Su gestión ya puede calificarse de fantasma. Vallés no existe, no aparece, no habla y no está ni se le espera. Se embosca cada vez que aparece un fotógrafo y está demostrando una notable inhabilidad en relacionarse con los medios de comunicación. No se trata de discreción, se trata de autoprotección porque no cabe recordar a ninguno de sus predecesores que menos se haya expuesto, ni que durante su gestión se hayan producido más crisis de comunicación que las que ha padecido y padece este Gobierno.
Félix Bolaños es corresponsable de fiascos legislativos como el de las dos declaraciones de inconstitucionalidad de los reales decretos de alarma durante la pandemia. Un registro de errores y fracasos que tendría que hacer pensar a Sánchez sobre el cómo y el con quién se propone terminar la legislatura. Si lo hace con Bolaños al lado, y con otros en los centros neurálgicos de la Moncloa, ya sabe que son piezas averiadas. Su hombre de confianza, especialmente, le ha fallado no por falta de voluntad sino de competencia. Hoy por hoy, los servicios de la Presidencia funcionan mal. Y la crisis del CNI ha sido la confirmación última de que la renovación de sus colaboradores más directos fue una operación de sustitución fallida.