La conducta de Trump empieza a ser peor que un crimen político para transformarse en una incomprensible estupidez geoestratégica.
Ni siquiera la codicia por apoderarse de las «tierras raras» y minerales ucranianos explica que en sólo unas semanas el brío planetario por expandir la libertad, que Kennedy y Reagan impulsaron hacia el cénit, yazca desplomado en su nadir.
Los modales de Trump recuerdan tanto a los de Hitler que empieza a ser inevitable comparar el asalto al Capitolio con el ‘pustch’ de la Cervecería y los insultos y amenazas a Zelenski con las que el Führer empleó en el 38 y el 39 para coaccionar al canciller austriaco Schuschnigg y a los presidentes checos Benes y Hácha de forma sucesiva.
En los tres casos los agredidos fueron presentados como agresores y usurpadores sin respaldo democrático. En los tres casos las exigencias de cesiones políticas y territoriales fueron acompañadas de la advertencia de que, si no se doblegaban de inmediato, Austria y Checoslovaquia dejarían de existir como naciones.
El precedente de que eso es exactamente lo que ocurrió, bien con un solo golpe de mandíbula -la Anschluss-, bien mediante dos bocados -primero los Sudetes, después Praga-, es de hecho lo que hace verosímil el ya implícito ultimátum de Trump a Ucrania: o te rindes o desaparecerás del mapa.
De ahí la pesadilla. La memoria histórica de nuestro Viejo Continente en la segunda mitad de los años 30 incluye episodios en los que países soberanos podían ser engullidos por la fuerza de la noche a la mañana.
La sombra de la conferencia de Munich en la que Chamberlain hizo algo peor que el ridículo al pretender haber conseguido la paz, cuando sólo obtuvo la guerra además del deshonor, ha planeado estos días. No en vano fue en la misma capital bávara donde los líderes europeos tuvieron que soportar el pasado fin de semana los ultrajes del vicepresidente Vance.
Pero la interpretación profunda de lo que está sucediendo, tras la cumbre de Riad entre el curtido Lavrov y el bisoño Marco Rubio, nos aproxima mucho más al acuerdo germano-soviético de Ribbentrop y Molotov o a una especie de Yalta II destinada a un nuevo reparto del mundo.
Lo que, sin embargo, rompe todo paralelismo es que la conducta de quien tiene la sartén de la fuerza por el mango no está orientada a lograr ganancias territoriales para ampliar su propio imperio, sino a que las consiga su capitidisminuido enemigo al cabo de ochenta años de declinante confrontación.
En la antología de los actos de los gobernantes contrarios al propio interés que Barbara Tuchman compendió en ‘La marcha de los locos (De Troya a Vietnam)’, faltaba el más disparatado de los capítulos: la rehabilitación de la Unión Soviética como superpotencia mundial por un presidente de Estados Unidos.
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Justo cuando la Rusia de Putin estaba hundida por la ineficiencia industrial, el atraso tecnológico, las sanciones económicas, el aislamiento diplomático, el acoso del Tribunal Penal Internacional y el repudio de la opinión pública mundial por la estela de sus crímenes sangrientos, ha llegado Trump a sacarla de ese pozo de aguas fecales.
Y lo está haciendo a costa de la memoria de los ucranianos inmolados en la defensa de su patria, de las víctimas de las torturas infligidas por los invasores con especial crueldad hacia las mujeres y de las familias desgarradas por el robo de sus bebés. Como si no hubieran existido las cámaras de los horrores de Bucha, Zaporiya o Jarkov.
Por no hablar de los heroicos Navalny, Litvinenko o Politkóvskaya cuyas almas errantes claman justicia desde el más allá.
Los ciudadanos de la Unión Europea y de la OTAN debemos afrontar la súbita doble amenaza que ha brotado ante nuestras narices
Trump está pisoteando los valores esenciales de las democracias liberales, los vínculos transatlánticos forjados entre adversidades y progresos históricos. Y sobre todo está profanando la ética de la objetividad, pretendiendo convertir, como en la distopia orwelliana, la mentira en la verdad.
Medvédev, primer sicario de Putin, todavía se frota los ojos al ver cómo el nuevo dueño de la Casa Blanca ha comprado su grotesca mercancía sobre la falta de legitimación de Zelenski en las urnas: «Estoy de acuerdo al 200% con Trump».
No podemos consentir esta deriva.
Por razones éticas, pero también porque está en juego nuestra seguridad. Si Ucrania sucumbe, aceptando resignada su mutilación, renunciando al liderazgo heroico de Zelenski, quedando reducida a la condición de Estado vasallo de Moscú, todas las fronteras de la Alianza Atlántica, desde las del Báltico a las de su flanco sur -y eso incluye Ceuta y Melilla- estarán amenazadas.
Los ciudadanos de los países miembros de la Unión Europea y de la OTAN debemos afrontar la súbita doble amenaza que ha brotado ante nuestras narices. En primer lugar, la que representan Trump y -como dice el patriarca conservador Chris Patten– su «oligarquía de limpiabotas ignorantes».
En segundo lugar, la de los quinta columnistas de Rusia y China que aprovechan la ocasión para persuadirnos de que Trump no es sino una expresión natural de la evolución de Estados Unidos y de que ya está bien de levantarnos ante la bandera de las barras y estrellas.
¿Mejor hacerlo ante la hoz y el martillo enmascarados bajo el capitalismo de Estado? Desde luego que no.
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Reconozcamos que uno de los mayores riesgos de la democracia ha vuelto a materializarse. ¿Qué pasa si un delincuente megalómano, avaricioso y desequilibrado llega al poder a través de las urnas?
Ocurrió en el pasado y este vuelve a ser el caso. Pero Estados Unidos en este siglo XXI no son la República de Weimar. Y además el mundo entero está mirando.
De entrada, urgen algunas precisiones. Por muy bien que le cuadren los antedichos adjetivos, nadie ha imputado hasta ahora a Trump la comisión o inducción de ningún asesinato, algo que no puede decirse de Putin, Xi Jinping o Mohamed Bin Salman.
Hay algo bueno al hacer balance del primer mes desde el regreso a la Casa Blanca de Trump. Ya le queda uno menos en el cargo
Además, por mucho que, aprovechando su decisión de prohibir los peajes en las entradas a Nueva York, Trump haya llegado a proclamarse ‘Rey’ -«Congestion is dead. Manhattan is saved. Long Live the King»-, a lo máximo que podrá llegar es a «Rey de los tuiteros», en la era de la dinastía X.
Por mucha prisa que intenten darse Elon Musk con la motosierra y el integrista Russell Vought -nombrado Director de la Oficina del Presupuesto- en su intento de someter a los funcionarios al capricho presidencial, Trump no dejará de cumplir ochenta años en junio. Tampoco podrá impedirlo el nuevo director del FBI su fanático incondicional Kash Patel, confirmado por sólo 51 senadores, cuando ninguno de sus antecesores bajaba de 90.
Y entonces, al margen de cual sea su vigor, a Trump ya sólo le quedarán tres años y medio para cumplir su segundo y último mandato. Aunque haya ‘frikies’ que deliren con forzar un tercero, reinterpretando la legalidad, haría falta una nueva guerra civil -mucho más tremenda que la imaginada en el cine- para cambiar ese límite constitucional en Estados Unidos.
Por lo tanto, hay algo bueno al hacer balance del primer mes desde el regreso a la Casa Blanca de este Trump desencadenado de toda constricción moral. Ya le queda uno menos en el cargo.
Es verdad que en 47 meses puede hacer mucho daño a la humanidad, pero ya no tanto como en 48. Sobre todo, teniendo en cuenta que los verdaderamente peligrosos serán los 22 primeros, pues como el tiro de los aranceles le salga por la culata de la inflación y los republicanos pierdan las legislativas de finales del año próximo, el depredador desatado empezará a ser un achacoso pato cojo.
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Los europeos debemos adoptar entre tanto la un poco enrevesada máxima de Virgilio con la que Blanco White encabezó en 1814 el número uno de El Español: «At trahere, atque moras tantis licet addere rebus».
Son las palabras de la diosa Juno cuando viene a decir que, aunque no podrá impedir que se cumpla el destino, «al menos será posible dilatar las cosas y poner obstáculos en el camino de los poderosos».
Obstáculos de toda índole. Políticos, diplomáticos, jurídicos y si ha lugar -bajo la fórmula de la interposición- obstáculos militares.
Cuando hayan concluido las ofrendas florales a los caídos en estos tres años de guerra y los líderes europeos hayan regresado a casa, el desafío seguirá siendo el incremento del gasto de Defensa
Conservando la fe en la ley de la gravedad y en la sabiduría popular: antes veremos criar pelo a las ranas que la deportación forzosa de dos millones de personas para que Gaza se convierta en un resort.
Nuestro filibusterismo, nuestra guerra de guerrillas no contra Estados Unidos sino contra el eje de los déspotas debería basarse en dos principios encadenados: unidad y compromiso. Como hemos dicho editorialmente, «Zelenski somos nosotros».
Defenderle es defendernos. Por eso la única pega al viaje de Sánchez a Kiev es que no lo haga acompañado de Feijóo o al menos concertadamente con Feijóo, en lugar de llamarle «colaboracionista».
Es verdad que Sánchez ha estado siempre con Ucrania. Pero hasta en una situación-límite como la que vivimos, se las arregla para anteponer la búsqueda de rédito electoral, a través de la polarización, a la propia eficacia de sus actos.
Porque cuando hayan concluido las ofrendas florales a los caídos en estos tres años de guerra y los líderes europeos hayan regresado a casa, el desafío real seguirá siendo el incremento inmediato del gasto de Defensa. Nada podrá hacerse sin recursos materiales y humanos capaces de sustituir en Ucrania y toda la Europa del Este a los que Trump parece decidido a retirar.
No hay mejor forma de disuasión que dotar de músculo a la determinación a resistir. Eso se llama 3% del PIB.
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El caso español se asemeja bastante más al de Dinamarca que acaba de duplicar el gasto militar o al de la propia Ucrania de lo que estamos dispuestos a reconocer. Como he insinuado antes, Ceuta y Melilla son nuestra Groenlandia o nuestro Donbás. Con la peculiaridad de que basta saltar una valla o cruzar un narcotunel para invadirlas.
Es verdad que quien desea anexionárselas no es ni Trump ni su mejor buen amigo Putin, pero el Rey de Marruecos podría ser un magnífico socio estratégico y comercial de ambos si los lazos con la UE se debilitan y Sánchez se empeña en ponerse a la cabeza de la manifestación anti-norteamericana sin estar pertrechado para ello.
Sólo un gran pacto de Estado entre el PSOE y el PP aportará el respaldo parlamentario y social -del que hoy por hoy carece Sánchez- para incrementar exponencialmente nuestra seguridad nacional y contribuir de forma acorde a nuestra población y nuestras ínfulas a la anhelada autonomía estratégica europea. Lo piden más del 70% de los españoles.
Si Macron busca la unidad nacional con sus adversarios en Francia, ¿por qué no revivir los grandes consensos en España?
La clave de bóveda de ese pacto debe ser la certidumbre en el respeto de unas reglas no escritas que proscriban lo legalmente posible pero constitucionalmente nefasto.
Me refiero a la perpetuación de un gobernante más allá de 13 años en el poder como hizo Felipe González y no oculta que pretende hacer Sánchez. ¡Cinco más que Trump! Y también incluyo, claro, esos cambalaches contrarios a la cohesión nacional y a la ética pública que orquestó el perdedor de las últimas elecciones generales.
La suma de ambos factores explica que, incluso en medio de este dislocamiento del orden global, un número creciente de españoles perciban que los mayores riesgos para su prosperidad y libertad no proceden de Washington, Moscú o Pekín. Lo que de verdad temen es la paradójica debilidad autoritaria con que Sánchez se aferra a la Moncloa como si nunca fuera a salir otro sol que su poder.
¿No tendría pleno sentido que el presidente recabara el concurso del PP para aprobar unos presupuestos acordes a estas nuevas necesidades y le ofreciera a cambio un apoyo recíproco para que el ganador de las próximas elecciones no tenga que depender ni de los extremistas ni de los separatistas?
Si todo indica que algo así es lo que va a volver a ocurrir en Alemania, si Macron busca la unidad nacional con sus adversarios en Francia, ¿por qué no revivir los grandes consensos en España?
Como decía Emma Goldman, «sólo cuando nos muramos dejaremos de soñar».