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Han sido las formas exhibidas por Puigdemont, propias de un pretendiente carlista en el exilio, las que animan volver sobre el tema del liberalismo y las carencias políticas actuales para observar la naturaleza y gravedad de los nacionalismos periféricos. El hecho de que el fugado expresident ose designar sucesor y se aparte provisionalmente del trono de la Generalitat parece una burda farsa del pasado. Recuerda demasiado el comportamiento de la corte de los absolutistas españoles del siglo XIX. Por el contrario, se echa de menos la existencia de los pocos, pero eficaces, liberales radicales que supieron hacer frente a la reacción en aquellos tiempos, gente que sabía contra quiénes se jugaban el futuro.
Menos mal que quedan los empresarios alemanes en Cataluña para hacer llegar la sensatez política y decir las cosas claras, los alemanes que aprendieron para su desgracia lo que es apoyar la gran revolución conservadora promovida por el nazismo. Memoria, lo útil que es la memoria, que no memoria histórica, pues todo lo que en política necesita revestirse ampulosamente de histórico es un fraude.
Es también destacable la similitud en la lealtad y servilismo hacia Puigdemont que manifiestan sus gregarios adeptos, curas incluidos. Excesos y disparates no han menguado suficientemente el apoyo popular que sigue disfrutando, pero lo llamativo y nuevo es la adhesión a esta grey reaccionaria, de una izquierda seducida por esta versión actualizada del absolutismo. Seducida por el hecho de ver enfrentado al sistema democrático al nacionalismo, sin pararse en pensar en la naturaleza de ese enfrentamiento, alentada por este sentimentalismo tóxico que ha expulsado la poca racionalidad que le quedaba. La historia se repite y es de nuevo la vieja España integrista, romántica y antiliberal la que se levanta en forma de nacionalismos periféricos contra el progreso. Y con ella va jubilosa la izquierda plurinacionalista, evidentemente reaccionaria. Una crisis que, por la derecha y la izquierda, recuerda parcialmente a la de la II República.
Es cierto que el catalanismo supo envolver,con buena imagen y un ejercicio enorme de propaganda, lo que es una vieja mercancía averiada. Venden como nuevo y revolucionario lo que es viejo régimen y reacción: buenos comerciantes. Hace años me puso en guardia sobre este hecho José Ramón Recalde –“saben vender”-. De ahí que excusara en el pasado a muchas personas de izquierdas seducidas por el comportamiento del nacionalismo catalán. Sin embargo, el hecho que desde apenas accedido al poder Jordi Pujol su ritual y acompañamiento, en una imitación excesiva, rayana con el ridículo, del protocolo y cortejo que yo creía del presidente de los Estados Unidos, podía avisar a los incautos. Pero era peor, era el ritual de una vieja monarquía. Así se pudo hacer creer, sistema educativo e informativo al lado, que la Generalitat lo era todo cuando no era más que un poder supeditado al de la nación.
Cuando éramos jóvenes, generosos, revolucionarios e ignorantes, la tesis de Parvus sobre la revolución permanente nos hizo creer que era posible la revolución proletaria sin pasar por la revolución burguesa y el liberalismo. La revolución soviética fue su comprobación, era posible, para acabar contemplando, ya maduros tras la caída del muro, que aquella revolución había cambiado un zarismo por algo parecido, y que el régimen actual se sostiene con nacionalismo y mucha presencia, como no podía ser menos, de la iglesia ortodoxa. Para aquel viaje no había hecho falta tanta alforja. Kerensky era el verdadero transformador, aunque lo tenía muy difícil para salir triunfante -como lo tuvo la II República española-. No había atajo. Sin embargo, el nacionalismo catalán va mucho más lejos que Parvus, conecta la reacción carlista con la revolución del futuro, la virtual, dando lugar a los fenómenos enajenantes más agudos, rayanos con la locura.
La mayoría de la izquierda cree ver en el nacionalismo periférico una palanca de cambio, incluso revolucionario. Amén de estar obsesionada con el PP hasta el revanchismo más peligroso y destructivo. Cree tener en los nacionalismos periféricos aliados hacia el progreso, cuando es hacia el pasado. En Euskadi se ha levantado toda una oleada de adhesión al Concierto Económico en la que están todas las fuerzas del parlamento vasco, desde el PP a Podemos, obviando la naturaleza insolidaria que el cálculo del Cupo tiene respecto al resto de la ciudadanía.
Que las derechas defiendan el privilegio, apelando a la foralidad histórica -lo de histórico es fraude, es obra de Cánovas- entra dentro de la lógica conservadora de estas fuerzas, pero que la izquierda se sume a tal, mostrando un perfil nada republicano, nos muestra su actual desvarío y lo poco revolucionaria que es, más bien frívola sucesora de las jacqueries. Sin embargo, este comportamiento en la izquierda, a favor de todas las discriminaciones, llámense positivas, aunque en el caso del Convenio y el Concierto supongan una cuantiosa sobrefinanciación para Navarra y Euskadi, abandona uno de los pilares fundamentales del republicanismo: la igualdad ante la ley. No importa, en España se cree que el republicanismo es ir cortando cabezas de reyes, la ley es para las derechas.
En todo caso, el nacionalismo periférico sólo tendría sentido para aquellas opciones antisistema como palanca desestabilizadora del sistema. Un sistema que asumió en el seno de su Constitución la contradicción -partitocracia mediante- del respeto a los derechos históricos, abriendo la puerta -tesis de Herrero de Miñón- a la secesión. Para colmo tal concesión del constituyente al nacionalismo debiera de haber sido observada pasado el tiempo en lo que ha acabado siendo, no en un vínculo de conexión de esos territorios con la nación sino en todo lo contrario. Lección que debiera de haber aprendido el PP si hubiera sido capaz de liberarse de su lastre tradicionalista. Pero no seamos excesivos en su crítica, peor es la exaltación de las identidades étnicas que realiza la actual izquierda, en el fondo, también tradicionalista y ajena al liberalismo.
El privilegio acaba en secesión, de ahí que las revoluciones burguesas liberales los tuvieran que abolir. Y los abolieron para bien de los habitantes de esos territorios tan celosos de sus viejas libertades. Pues abolidos sus idolatrados fueros, se disparó el desarrollo económico, el bienestar, la educación, la libertad de expresión, vino la gente de fuera, el libre pensamiento, el socialismo, y los señoritos y curas empezaron a dejar de tener poder. Podría ser otra digna pregunta para “La Vida de Brian”: ¿qué nos trajo el liberalismo?
Por ello Sabino Arana, en el caso de Euskadi, tuvo que inventar el nacionalismo vasco, para que el tradicionalismo volviera a tener el poder. Lo curioso es que la izquierda, que entonces estuvo enfrentada, hoy acompañe, como la Colau o los de la CUP, a ese nacionalismo. Hace tiempo que el telón que la dictadura echara sobre la realidad política debiera haber desaparecido, como para poder haber descubierto hoy la naturaleza de los nacionalismos periféricos. Pero ha ocurrido todo lo contrario, la izquierda de la Transición era bastante reticente respecto a los nacionalismos, la actual va de su mano. Lo que ocurre es que la actual ha dejado de tener su propio ideario y se ampara en el más llamativo y movilizador, en el nacionalista, y usa una filosofía común, el populismo, para aliarse.
Un nacionalismo que, como estamos viendo con las trifulcas de los nacionalistas catalanes, es capaz de crear enemigos y enfrentarse a ellos, pero incapaz de ponerse de acuerdo, el único aglutinante es el odio a España. Le pasó al carlismo a las puertas de un Madrid sin defensa en 1835: entre apostólicos, hojalateros, valencianos, vascos y navarros, andaluces, curas y obispos, incapaces de ponerse de acuerdo, peleándose cada uno por su cuota de poder, se volvieron a casa y siguió el Gobierno liberal. El primero en marcharse fue Cabrera. Y es que había pasado el tiempo del absolutismo como ahora también ha pasado, a pesar del populismo. Pero en el camino quemarán todo por donde pasen.
Tierra quemada.
Hace tiempo que la ruptura revolucionaria que no se dio en la Transición revolotea en el amplio mundo de izquierdas y nacionalistas. El nacionalismo busca acceder al poder absoluto mediante procesos de secesión, rompiendo con la unidad nacional y su Constitución actual, garantía de pluralismo político y democracia. Y la búsqueda de la ruptura por parte de la izquierda y el acceso al monopolio del poder se realiza mediante la memoria histórica.
Ambos, nacionalismo e izquierdismo, se apoyan en concepciones románticas historicistas, emotivas y de gran capacidad movilizadora, absolutamente incontrolables por el racionalismo y la tolerancia que deben regir toda democracia moderna, haciendo visible estentóreamente el final de la política. Tanto desenterrar el victimismo por parte de los nacionalistas, o a Franco y su Valle de los Caídos -victimismo similar-, por parte de la izquierda, nos conducen de nuevo hacia el enfrentamiento. Pues no se trata de llegar a acuerdos, razón de todo parlamentarismo, sino de romperlos y agredir al adversario, no de garantizar la supervivencia cultural y política de las nacionalidades, sino de separarlas, no de recordar y honrar a las víctimas del bando derrotado en la guerra civil sino de vencer a los que hoy se les tacha de franquistas. Un profundo disparate, rechazar el carácter inclusivo de todo sistema político -el gran error de la II República-.
No sólo es virtual el proceso de secesión catalán, lo es la estrategia diseñada por la izquierda, vencer en una guerra que no se da más que en su discurso cuando es imposible vencer en la del pasado. Sin embargo, lo que puede esbozar es el enfrentamiento más o menos cercano en el futuro. Lo importante es romper el sistema sin oferta alternativa alguna dentro de él, otorgando a la derecha, o a Ciudadanos, la defensa en monopolio del mismo. Se anima a las mujeres a la huelga, a los pensionistas a las manifestaciones, bajo la vieja máxima “nadie a la izquierda de los soviets”, sin ningún tipo de meta alcanzable, a la búsqueda de la ruptura política y no de la solución en el encuentro. Porque lo importante no es el encuentro, y en él la solución, sino abolir el sistema para imponer el antisistema de los promotores de estas estrategias populistas. Un antisistema, en suma, que ni siquiera es sistema, como el del nacionalismo catalán: virtual. La condena de la política, tierra quemada a cambio de castillos en el aire.
Hipócritamente, en esta dinámica donde los pactos son imposibles por necesarios que sean -como el saboteado pacto por la educación- se reclama y promueve una comisión para la reforma constitucional cuya premisa necesaria para su funcionamiento es el inexistente talante pactista. Se confundió Sánchez a la hora de promover sus vagas y contradictorias reformas constitucionales en el seno de una comisión que lo primero que requiere es promover un ambiente de consenso, ¿o es también concebida por el genio del NO como un espacio de enfrentamiento? ¿Sánchez propone una reforma constitucional sin anhelo constitucionalista de consenso? “La vida de Brian”, “Bananas”, “Sopa de Ganso”, fueron incapaces de imaginar los disparates que algunos genios de la política española hoy protagonizan. Un ex-presidente del Senado, otro del Congreso, y un diputado de las Cortes constituyentes, rechazados por el partido de Sánchez, su propio partido, a participar en la comisión de la reforma.
De todas maneras, ningún texto legal que surja de una hipotética reforma tendrá capacidad normalizadora si los partidos carecen de lealtad institucional, y no la tendrán mientras crean sostener un poder e influencia social tan desmesurado como el que dispusieron hasta fechas recientes. Su poder es decreciente, pero en él creen estar todavía las jerarquías de los dos viejos partidos del bipartidismo. No hay alucinógeno más fuerte que el poder, sobre todo cuando éste se está perdiendo. Por eso sobreactúan manteniendo una exagerada pugna para hacer creer al electorado que ejercitan una función, como en el debate de la PPR, cuando el único resultado que promueven es la desolación en sus votantes.
Esta prepotencia, sustentada en el poder que tuvieron los partidos, aunque éste hoy se tambalee, sigue en la lógica del PSOE y el PP tras cuarenta años de funcionamiento. Un funcionamiento surgido en la Transición donde las espectaculares reformas se hicieron gracias a su protagonismo político, pero de ese protagonismo salió debilitado un Estado y sus instituciones que cedieron servilmente espacio al partidismo, pues no en vano había sido educado en el servilismo tras cuarenta años de dictadura personal. A partir de entonces se erigió un sistema partitocrático, protagonizado no sólo por el partido de la derecha y el PSOE sino, también, por CiU y el PNV, cuya consecuencia más nefasta ha sido la prepotencia, una prepotencia que justifica la corrupción, el sectarismo más tribal, hasta llegar a la creencia de disponer de impunidad. Los partidos se consideran tan propietarios del sistema que no dudan en ponerlo en riesgo de desaparición. De todo ello, de ahí la sorpresa de los líderes nacionalistas cuando se han visto en prisión. Esto no es lo que era, aquí ya no hay vista gorda como en el affaire de Banca Catalana.
Asistimos al cierre de una época. Finalmente, ante la actual crisis separatista en Cataluña, incapaces y agotados los viejos partidos, vuelven a ceder al Estado su papel: rey, judicatura y fuerzas de seguridad se erigen frente a la impotencia política alcanzada por la prepotencia de los viejos partidos. Nunca una medida de excepción, como el 155, fue llevada con mayor timidez, pero el orden político yace en manos de la judicatura.
Por eso es sintomática la declaración de Felipe González de que el juez Llarena no debiera meter en la cárcel a los líderes del golpe secesionista catalán. González responde a esa visión de la capacidad todopoderosa de la iniciativa política incluso por encima de la ley. Primero, no es cierta esa capacidad, es limitada, para eso están los contrapoderes del Estado, afortunadamente existentes en estos momentos de crisis. Y segundo, no asume la regla básica del republicanismo: la ley es sagrada. Vacío disculpable en este estadista, de los poco que ha dado su partido y la política española en general, pero que avisa de la imposibilidad de su viejo partido de adecuarse a un Estado de derecho normalizado. Desde tiempos de Cicerón se sabe que la política tiene límites, que detrás está la ley, pero es que el republicanismo ha sido siempre una asignatura pendiente en nuestra izquierda.
Estamos ante el final de una etapa, la que surgió de la Transición, los viejos partidos están agotados y carcomidos por la corrupción, consecuentemente, el sistema político en crisis, provocando movilizaciones cuyo encanto fundamental es el de no disponer de salida, la mera y destructiva utopía imposible, movilizaciones sin hacer las cuentas, como las de los jubilados, o los sueños radicales del extremismo feminista. Sería tiempo de que la ciudadanía ponga fin con su voto a esta espiral de crisis, pero desde los tiempos de los Padres Fundadores estos ya apreciaron desconfianza hacia la sabiduría del pueblo.
Eduardo Uriarte Romero