ANTONIO RIVERA Historiador-El Correo

¿Se puede sintetizar un proyecto totalitario, de nacionalismo excluyente, que además hizo uso sistemático del terrorismo para eliminar a sus competidores, con otro democrático, y sometido a normas?

La gestión pública de la memoria del terrorismo en el último medio siglo se atiende hoy desde dos miradas y estrategias claramente diferenciadas. La primera de ellas es moral, rechaza genérica y generalizadamente todas las violencias políticas, presenta a la sociedad vasca como comunidad sufriente a lo largo de la historia y pretende establecer un recuerdo del pasado a partir de la síntesis de diferentes memorias grupales e individuales. La segunda es claramente política, destaca de entre las diferentes violencias habidas aquella que ha supuesto y protagonizado el terrorismo (en particular el de ETA), enfrenta a la sociedad vasca con sus responsabilidades y distingue claramente entre memoria e historia, atribuyendo a esta disciplina la función de fijar el conocimiento más preciso posible sobre lo ocurrido. Gogora, el Instituto de la Memoria del Gobierno vasco, se maneja con la primera de esas dos estrategias, mientras que el Centro Memorial de Víctimas lo hace desde la segunda.

En las últimas semanas asistimos a una campaña de presión por parte del nacionalismo gubernamental tratando de acotar las características del Centro Memorial, aprovechando para ello el momento de la negociación presupuestaria y las posibilidades que propicia para colocar aparentes pequeños cambios que tienen más importancia de lo que parece. Demandan, básicamente, que el Memorial no tenga el sesgo ideológico que le atribuyen y que este recoja la pluralidad y la diversidad de las sensibilidades democráticas de la sociedad vasca.

El nacionalismo vasco, y en especial el de raíz democristiana, es experto en la construcción y manejo del lenguaje. Pretende presentarse como neutral, cuando es tan ideológico o partidista como cualquiera. El caso que nos ocupa es palmario. Su estrategia de memoria responde al catón de su ideología. Parte de la doble tesis del conflicto y del sufrimiento, y desemboca en el argumento de la reconciliación. Así, el Pueblo Vasco habría sufrido casi inmemorialmente una agresión por parte de los Estados de que forma parte, en versiones que van de la guerra a la violencia callejera. Constituimos así una comunidad de sufrimiento que da paso a la explicación del conflicto histórico: todas esas violencias diferentes a lo largo de la historia reciente tendrían que ver con un problema irresuelto de inserción del País Vasco en España (y en Francia). Incluso la actuación de grupos violentos que atentan contra la ciudadanía vasca se explicaría como efecto indeseado de ese conflicto secular. Se trataría entonces de no abundar en explicaciones distintas o en un conocimiento preciso del mal producido para establecer pragmáticamente una reconciliación que reunificara otra vez a la dividida comunidad vasca. Escribir el futuro a partir de una página en blanco; es decir, olvidarlo todo, reconocer que el recurso a la violencia estuvo mal y aplicarse al reencuentro social entre víctimas y victimarios.

Esta es, sin duda, la estrategia con más posibilidades de futuro. El terrorismo mató para implantar un proyecto nacionalista y la sociedad que hoy tiene que metabolizar aquella experiencia es una sociedad nacionalista. Si duró casi cincuenta años fue, entre otras razones, porque esa sociedad vasca se mantuvo espectadora de aquella violencia hasta demasiado tarde. Enfrentar a la ciudadanía con su responsabilidad colectiva es empresa más ardua que confortarla haciéndola aparecer como sufriente pasiva. Y al final, ciertamente, este asunto solo preocupará en esta generación a muchas víctimas y a unos pocos historiadores. En el siguiente futuro, ya veremos qué pasa.

¿Se puede hacer síntesis de un proyecto totalitario, de nacionalismo exclusivista y excluyente, que además hizo uso sistemático de la violencia terrorista para eliminar o callar a sus competidores, con otro democrático, institucional y sometido a normas? Agua y aceite no mezclan si se intenta desde la política, desde la imposible conjunción de totalitarismo y democracia; si se hace desde lo moral sí, porque el dolor de diferentes procedencias nos une a todos. Pero, siendo eso así, ¿para qué sirve recordar tiempos peores? Nunca para solazarnos en ellos. En todo caso, para evitar su negativa repetición. En ese punto, la mirada política sobre lo que fue el proyecto terrorista de ETA emerge necesaria e inevitable. Hubo muchas y distintas violencias, cierto, pero solo una de ellas tuvo continuidad en el tiempo, proyecto político alternativo y soporte social suficiente. Solo el proyecto de ETA infeccionó profundamente la sociedad vasca, haciendo que tomara por normal lo que era extraordinario, por brutal o por infame.

No está demostrado que una de esas dos vías interpretativas del pasado y su correspondiente gestión pública sea la buena y la otra la mala. Pero, eso sí, son antagónicas. Sería bueno que una y otra coexistieran experimentalmente y también que se interrelacionaran mucho más, que no se dieran la espalda. Pero si la presión nacionalista trata de hacer del Memorial otro Gogora, quizás mejor nos ahorramos la duplicación del presupuesto. Al contrario, dejar que una y otra iniciativa desplieguen todo su potencial es una de las ventajas que tiene un país descentralizado y de soberanías compartidas: cada ciudadano puede encontrar alternativas en diferentes administraciones para abastecer sus demandas.