Amaia Fano-El Correo
Hoy puede ser otro de esos días en los que la política y la justicia españolas sienten un nuevo precedente con la orden de ingreso en prisión del exministro y aún diputado José Luis Ábalos, de apreciar el juez instructor un sólido riesgo de fuga, tras pedir la Fiscalía para él 24 años de cárcel por el llamado ‘caso Koldo’.
Si finalmente se llegase a esa situación, se abriría un escenario inédito en nuestra democracia, en el que un parlamentario en activo deba ausentarse de las votaciones del Congreso por estar encarcelado. No hablamos de una anécdota institucional; sino de un vacío normativo que supone una merma de la mayoría parlamentaria.
Si esa entrada en prisión preventiva llegara a producirse, Ábalos perdería su sueldo y su derecho a voto, pero no su acta de diputado que conservaría mientras no hubiera una sentencia firme, una vez que él mismo ha decidido no renunciar a ella para conservar su condición de aforado. ¿Cómo contabilizar entonces la mayoría de la Cámara? ¿Sobre 350 escaños o sobre uno menos? ¿Se debería funcionar como si ese escaño siguiera operativo o como si estuviera vacío?
Los servicios jurídicos del Congreso tendrían que responder a estas preguntas llegado el caso, pero el problema de fondo va más allá del reglamento. Estamos ante un debate democrático de primera magnitud: ¿Puede un diputado privado de libertad seguir ejerciendo sus labores de representación? ¿Tiene sentido que estando en prisión —aunque sea de manera provisional y sin sentencia firme— mantenga intacta el acta que lo vincula a sus electores?
Que este escenario no afecte de momento a la aritmética parlamentaria no lo hace menos preocupante. La doctrina que permite retener el acta hasta el final del proceso penal se diseñó para evitar que la justicia pudiera ser utilizada como arma política. Pero esa cautela se ha convertido, con lo que llevamos visto, en un punto ciego del sistema: una situación en la que los derechos individuales del diputado pesan más que el propio sentido de su función. Porque un escaño, al fin de cuentas, no es un título honorífico: si no la capacidad de participar, deliberar, votar y representar. Si esas facultades desaparecen por un impedimento físico —no por voluntad política— la institución queda amputada de uno de sus miembros. Y el Congreso carece de un mecanismo claro para subsanar esa situación.
Sería conveniente que sus letrados —y, si es necesario, el Constitucional— revisasen un marco que hace décadas podía parecer garantista y que hoy resulta disfuncional, pues deja en suspenso la representación ciudadana. No se trata de prejuzgar culpabilidades ni de permitir que una investigación pueda descabezar a un grupo parlamentario. Se trata de asumir que la democracia necesita mecanismos que impidan que un escaño sea secuestrado por las circunstancias personales de un diputado. Porque un acta que no puede ser ejercida es, en esencia, una anomalía representativa. Y una Cámara en la que uno de sus miembros está ausente por estar privado de libertad no puede ni debe funcionar como si nada hubiera ocurrido.