José Luis Zubizarreta-El Coreo

  • El debate parlamentario del miércoles dio muestra del irremediable deterioro en que han incurrido las relaciones humanas entre nuestros políticos

Visto y oído cuanto ocurrió y se dijo el pasado miércoles en el Congreso, el visitante habría agradecido que, antes de entrar al hemiciclo a seguir en directo la sesión, se le hubiera conminado, como hacía el friso del portón del infierno en la Divina Comedia, a que abandonara la última pizca de esperanza. ‘Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate’. Habría estado advertido de que lo que se disponía a presenciar, más que a una razonada propuesta de ideas y críticas, se parecería a un intercambio de bravuconadas entre borrachos en una bronca de taberna. «Respóndame sí o no, sin divagaciones», fue el más delicado requerimiento que, como maestro en escuela de párvulos o juez en tribunal, el interpelado pronunció al formular una pregunta que, si algo esperaba por su complejidad, era un largo exordio de razonadas matizaciones. Pero se trataba de tapar la boca al enemigo y no de invitar al adversario a que devolviera una respuesta argumentada.

El debate de ese infausto miércoles se convirtió así en el mitin de apertura para la campaña de las elecciones europeas y, quién sabe si no también, de las generales. La actitud de los intervinientes no pudo ser, por ello, otra que la del atrincheramiento exigido por la polarización que atenaza la política del país estos últimos tiempos. Al enemigo, ni agua. Si ya con ello habría sido difícil el debate, cualquiera que fuere el tema de que tratara, se emponzoñaría aún más, hasta hacerse imposible, cuando la sensibilidad de los temas a abordar exigía máximo rigor conceptual y contención verbal para que fuera efectivo. Pues no se trataba de asuntos de la gobernación ordinaria del país, que permiten y hasta demandan controversia y contradicción de ideas y propuestas entre las diversas posiciones ideológicas, sino que iba de lo que se denominan asuntos de Estado, que exigen, por su durabilidad, especial esmero para lograr el consenso o, cuando menos, el acercamiento entre los interlocutores. Si el anterior debate de la amnistía habría agradecido extrema prudencia y transversalidad por acordar el borrado de graves delitos juzgados por los tribunales, no menos la merecía el del miércoles que abordaba temas muy delicados que afectan a la relación con otros países y que habrían requerido el más amplio asentimiento posible de la Cámara.

No se trataron, sin embargo, como requieren. El relativo a las reprobables ofensas que el jefe de Estado argentino dirigió a nuestro presidente de Gobierno, mediante el vil recurso a la difamación de su esposa, en vez de haber quedado, como habría sido diplomáticamente aconsejable, en una solemne condena de la inmensa mayoría de la Cámara, se elevó a nivel de conflicto internacional, con lo que, aparte de dividir más de lo necesario a los partidos, se avivó el riesgo de afrontar indeseables e imprevisibles consecuencias para el conjunto del país. Y el referido al reconocimiento del Estado palestino, lejos de haberse apoyado en un deseable consenso nacional y del máximo de miembros de la Unión Europea, así como esperado al momento oportuno para su eficaz adopción, puede acabar reducido a mero símbolo autocomplaciente y estéril, cuando no utilizado como invitación a que se interprete, incluso por miembros del Gobierno, como aval para asumir y difundir, de manera harto irreflexiva, un lema, como el «desde el río hasta el mar», tan cargado, en su ambigüedad, de connotaciones que evocan e instigan el repugnante odio antijudío que aún pervive en la región.

Todo podía, en suma, haberse hecho mejor, si la rivalidad entre derechas e izquierdas, el progresismo y la reacción, no hubiera derivado en exclusión e irreconciliable animadversión. Nadie es juzgado por lo que es y de sí mismo predica, sino por el prejuicio a través del que se lo mira. El muro que se ha erigido entre bandos, pues de luchas banderizas hablamos, ha condenado lo que queda de legislatura, sea cual fuere su duración, a un encarnizamiento que sólo una mezcla de azar y templanza ciudadana puede mantener dentro de los límites de lo meramente verbal. Su tendencia no es a amainar, sino a exacerbarse hasta la total deshumanización del contrario. La tensión que se dejó sentir en alguna de las intervenciones del pleno, rayana, a veces, con el odio, no augura nada bueno ni permite albergar una mínima esperanza de enmienda. No serán, en todo caso, las elecciones su remedio, mientras a ellas concurran los mismos candidatos. Pues no son ya ideas las que se confrontan, sino que se enfrentan personas que encarnan el odio del que están poseídas.