ANTONIO R. NARANJO-EL DEBATE
  • El líder de Vox tuvo un mal día, pero la violencia en España la encarna e impulsa una única persona: Pedro Sánchez
No ha estado fino Abascal con su pronóstico de que el pueblo español terminará colgando por los pies a Sánchez, como el italiano hizo con Mussolini y el rumano, metro arriba o abajo, con Ceaucescu.
La política no pierde contundencia por reducir agresividad, y no se es más tibio, blando o ineficaz por renunciar a la retórica bélica. A menudo, el cántaro que más ruido hace es el más vacío.
Y si además de esto, que es cuestión de principios, se añade como principal efecto secundario la concesión a Sánchez de una excusa melodramática para tapar su rendición ante los enemigos de España, haciéndose la víctima con pucheritos más impostados que las lágrimas de un cocodrilo, convengamos en que se hace un pan como unas tortas.
Aunque por decir estas obviedades luego florezca Hermann Tertsch en las redes sociales, con la misma sutileza que un gorrino hozando en una charca, tildándole a todo lo que se mueva, incluyendo a servidor, de «colaboracionista».
No haremos sangre con esto, que obedece más a la fatua guerra en la derecha por unos votos que a la convicción: cualquiera, incluso Hermann, podrá entender el inmenso gozo de Sánchez al ver cómo alguno invierte más tiempo en darle coartadas para que el zángano de Patxi López las cacaree por esa boquita, o en atacar a quienes llevamos años peleando humildemente contra el Régimen, que a acabar con éste.
Porque a Vox, y a menudo al PP, les preocupa mucho España, pero no lo suficiente al parecer para entenderse y orillar cuitas menores al lado del formidable desafío lanzado por Sánchez, forzado a emprender un «procés» contra la Constitución que al final terminará gustándole: preferirá ser líder de la destrucción que lacayo de los destructores, haciendo de su necesidad como chantajeado una virtud como cabecilla del golpe.
Pero si tenemos que hablar de violencia de verdad, y no de un simple resbalón retórico que Abascal haría bien en enmendar, hablemos. La vimos cuando Yolanda Díaz y Enrique Santiago se derritieron por la posibilidad de ver guillotinado a un Rey. Cuando Magdalena Álvarez deseó ver a Esperanza Aguirre colgada de una catenaria. Cuando Cifuentes o Villacís fueron asaltadas por una turba a plena luz del día. Cuando quemaron fotos del Rey o las colgaron boca abajo en presencia de cargos públicos sonrientes como Ada Colau.
Y la vimos, especialmente, cuando apedrearon a Vox en Madrid o Barcelona o desinfectaron las calles del País Vasco, de Navarra o de Cataluña al acabar mítines de la propia Vox, del PP o de Ciudadanos.
Pero hay una violencia más reciente, peor, algo más sutil pero mucho más letal: la de Pedro Sánchez alentando a levantar un muro contra media España; la del PSOE regalando la alcaldía de Pamplona a Bildu a cambio de gobernar en Navarra; la de la socia de los socialistas y sicaria de Puigdemont señalando en el Congreso a jueces y periodistas por su nombre y la de un Gobierno que, en su conjunto, ha apostado por el guerracivilismo como estrategia para esconder sus indecentes alianzas y sus siniestros planes.
Abascal ha sufrido la violencia en incontables ocasiones, normalizadas por un sistema que considera peligroso denigrar la España autonómica por los cauces democráticos oportunos pero no destrozarla por la fuerza de los hechos consumados. Y por eso él mismo debería saber, mejor que nadie, que no tuvo su mejor día.
Pero es una anécdota irrelevante al lado de la violencia que encarna Sánchez en persona: se ha mimetizado con Largo Caballero y todo lo que hace, dice o intenta transforma a sus rivales, incluidos los ciudadanos que no le votan, en un objetivo potencial como Calvo Sotelo. No desviemos la atención, que van a por ustedes.