EL CONFIDENCIAL 08/06/13
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
El 2 de diciembre de 2012 escribí en el diario La Vanguardia que “la hipótesis de una renuncia de Artur Mas, tributaria de su propio fracaso, no sólo no debe descartarse sino que tiene que ser considerada como una seria variable de trabajo (…) Se trataría de una decisión funcional: Mas está enjaulado en una iniciativa que ha fracasado sin que tal fiasco quede redimido por el hecho de que en el Parlamento exista una mayoría soberanista de dimensión prácticamente igual a la que existía en la legislatura anterior”. Y añadía en el periódico catalán: “Una eventual renuncia de Mas, que sería coherentemente punitiva con la envergadura de su error, no tendría efectos terapéuticos inmediatos, pero aliviaría el peso de la losa que recae sobre CiU y daría paso a un nuevo interlocutor que no estuviese encadenado por los tiempos, las formulaciones y las actitudes del líder nacionalista”.
Seis meses después, sigo pensando que Artur Mas es una rémora para Cataluña, aún más de lo que pueda serlo para España en su conjunto. El presidente de la Generalitat se ha equivocado en todas y cada una de sus decisiones; ha errado con una exactitud aritmética en cada uno de sus pasos y se ha comportado como lo hacen indefectiblemente los políticos-zombis, esto es, ejerciendo su responsabilidad política en un ámbito de realidad estrictamente virtual. La encuesta publicada ayer por El Periódico de Catalunya no sólo vendría a confirmar que la apuesta independentista de Mas y CDC con los republicanos -UDC está con un pie dentro y otro fuera- engorda a ERC y a Junqueras, sino que, además, destruye el catalanismo político y fragmenta la sociedad catalana quebrando su tradicional cohesión. O en palabras que, aunque duras, responden a la realidad: que Mas, de manera consciente o no, adentra la dinámica política de Cataluña en los ritmos, la retórica y la actitud del abertzalismo, esto es, del nacionalismo radical que creímos circunscrito al País Vasco y que es, desde luego, incompatible con la trayectoria del Principado, la idiosincrasia de su sociedad y las características lingüísticas y culturales -en modo alguno étnicas- de una identidad histórica que en la Constitución de 1978 adquirió la condición de nacionalidad.
Siendo -para CiU al menos- un grave motivo de preocupación, la encuesta electoral, no es, ni de lejos, la información más relevante de las que proceden de Cataluña. Lo es mucho más el simposio de historiadores que en diciembre próximo, amparados y financiados por la Generalitat, van a desarrollar en ponencias diversas y todas ellas tremendistas una digresión sobre España contra Catalunya: una mirada histórica (1714-2014). Formulación que predetermina la conclusión al modo típico, insisto, del abertzalismo.
Este encuentro de historiadores locales y algunos valencianos -el guión ha sido tachado de “disparate” por el hispanista John H. Elliot y Álvarez Junco, autor de la polémica Mater Dolorosa, ha dicho que “no estoy dispuesto a que los nacionalistas me deformen”- contiene un enorme potencial destructivo de los elementos positivos del catalanismo político y del nacionalismo de CiU porque sigue la senda del peor sectarismo: localizar y dimensionar de forma extrema la supuesta hostilidad de España contra Cataluña creando así el enemigo exterior que mantiene prietas las filas del independentismo; cincelar una tesis canónica y oficial sobre trescientos años de supuesta opresión española sobre Cataluña, sublimando así el victimismo, y construir una identidad histórica de aquella comunidad sobre la denigración de la historia de España en la que los catalanes solo habrían estado presentes como meros figurantes. En definitiva -y eso es muy peligroso- definir como han hecho los nacionalistas vascos y la izquierda abertzale los términos históricos del conflicto España-Cataluña.
Este encadenamiento de decisiones erráticas y confundidas, es propia de un líder político que dejó pasar la oportunidad de reconocer su fracaso y marcharse. Sin embargo se ha dedicado a abrazarse a su fiasco supeditando a su ensoñación valores de gran importancia para Cataluña y para el resto de España. El caudillismo de los visionarios -y Mas lo es- se desarrolla siempre en ámbitos de realidad virtual que se aproximan al embuste. Así, la independencia de Cataluña resolvería sus problemas económico-sociales porque España dejaría de “robar” a los catalanes; Cataluña podría constituirse en un Estado en la Unión Europea sin mayores dificultades o con obstáculos superables; Cataluña mantendría su cohesión social porque se elaboraría un proyecto inclusivo… todo un rosario de eventuales logros frente a la injusta realidad de una Cataluña “expoliada” por España y oprimida en sus expresiones de identidad más profunda.
Artur Mas no está causando solo los destrozos políticos que se producen en Cataluña. ERC le ampara y la federación que le sostiene -CiU- se los consiente. Y la postura ambigua y contorsionista del PSC le alienta, mientras la irrelevancia del PP le despreocupa y no le altera –de momento—la persistencia (con futuro exitoso) de Ciutadans de Albert Rivera que, como escribí el pasado sábado, depreda a los populares. Mientras, el quietismo de Rajoy -sin una política digna de tal nombre para abordar la crisis que plantea Cataluña- permite a Mas ir ganando terreno, embarrándolo. Pero el presidente de la Generalitat, como los náufragos, no elige puerto sino que se deja llevar por su deriva. Le ha sucedido lo que advertía el polifacético Elbert Hubbard: “Un fracasado es un hombre que ha cometido un error pero que no es capaz de convertirlo en una experiencia”.
Para los que somos afectos al catalanismo contemplar el proceso de su destrucción sistemática es la constatación de que la crisis política en España ha alcanzado ya un nivel sísmico y sistémico.